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Historia Argentina

9 de Julio de 1816 en perspectiva
 


9 de Julio de 1816 en perspectiva.

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  • La predisposición de María Francisca Bazán de Laguna al ofrecer su casa en la Calle del Rey 151 de San Miguel de Tucumán allanó un problema. El Congreso ya tenía lugar de reunión. Por unas monedas criollas (las primeras monedas «nacionales»; no acuñadas por España y sin símbolos de la realeza) doña Francisca alquiló su casona. Un puñado de «duros» y otras pocas «chirolas» bastaron para que la tradicional familia tucumana se sintiera «bien pagaa».

    Inmediatamente el gobierno realizó oportunas reformas al caserón de los Laguna. Se amplió el salón destinado a las sesiones (demoliendo el tabique que separaba el comedor de la sala principal), se repararon los techos del salón ampliado y se construyeron letrinas. Los muros se pintaron de blanco y las puertas y ventanas de color azul para que la casa tuviera los colores de la patria. El gobierno mandó fabricar las mesas, sillas, candelabros y todo lo necesario para el funcionamiento del Congreso.

    Mientras tanto el gobernador Aráoz y algo más de 12.000 tucumanos esperarían la llegada de los congresistas. Pero además el encuentro independentista contaría con una enorme cobertura periodística: «El redactor de la Asamblea», «El independiente», «El censor», «La prensa argentina», «El redactor del Congreso Nacional», «El observador americano», «La crónica argentina», «El español patriota en Buenos Aires», «El independiente del sud», «El abogado nacional» y «El americano», obraron como multiplicadores de las posiciones ideológicas, componiendo verdaderas tribunas que estimulaban las ideas revolucionarias.

    Fue entonces que la natal tierra tucumana de los indios calchaquíes, Monteagudo, Lamadrid, Avellaneda, Roca, Alberdi, Alvarez Condarco, Benjamín Matienzo, Lola Mora, Ricardo Rojas, y más recientemente en el tiempo, de Mercedes Sosa, Palito Ortega, Tomás Eloy Martínez, García Hamilton, Miguel Ángel Estrella y el arquitecto Pelli, se convertiría en el centro de atención del antiguo virreinato, ante la atenta mirada del mundo político americano y europeo.

    Así pues, restablecido en el trono español Fernando VII, derrotado Napoleón, formalizada la restauradora «Santa Alianza» de tronos europeos, afianzados los portugueses en Brasil, sofocados todos los proyectos independentistas americanos surgidos de las luchas libertarias, como el movimiento de Hidalgo y Morelos en México y el de José Artigas en la Banda Oriental, más el rotundo fracaso de las campañas libertadoras al Alto Perú, pintaban un oscuro panorama.

    Además, derrotadas la insurrecciones americanistas en Cartagena, Bogotá, Nueva Granada, Santiago y consolidada la elite aristocrática españolista en Lima, hacían de Buenos Aires en ese 1816, la única ciudad capital de América que resista al absolutismo, y de nuestra provincia de MENDOZA, embrión de la campaña libertadora sanmartiniana, la última esperanza para concretar la anhelada emancipación, de la mano de la gesta que diagramaba el general oriundo de Yapeyú, mientras soñaba morir en el Este mendocino.
    Es fácil percibir entonces, que para las «Provincias Unidas del Río de la Plata» el contexto externo era abiertamente desfavorable.

    En el plano interno la situación no estaba mejor. Consideremos que lo qué se intentaba establecer era un modelo de Estado identificado, no con una persona (príncipe o rey), sino con instituciones sujetas a factores representativos para poder establecer una nación. Entonces el primer paso lógico era, imprescindiblemente, ser independiente. Y como sostendrá el General San Martín desde Mendoza en correspondencia con el congresal cuyano Tomás Godoy Cruz: «es ridículo acuñar moneda, tener pabellón nacional y hacer la guerra al soberano del cual dependemos. ¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia!». Contemplemos también que todos los actos de gobierno en las «Provincias Unidas» de esos años (desde 1810) se hicieron invocando al rey español, sin dar el paso definitivo que nos libere del yugo imperial.

    Aunque tan complejo como lo anterior, en el ámbito «doméstico» (muy propio de nosotros) empezaban a subyacer dos posturas que surcarán el derrotero de gran parte de la historia nacional. A las “mal intencionadas” dudas que generaba San Martín en el “establishment» porteño (con la cantidad de enemigos «que supo conseguir» por su intransigencia y convicción) se sumaba claramente en el Congreso, el divorcio entre dos grupos bien diferenciados:

    1) El grupo porteño; sostenedores de una doctrina liberal, y cuyo principal objetivo político y económico era la hegemonía de Buenos Aires.
    2) El grupo criollo rural; representante de los intereses del litoral o del interior mediterráneo.
    Los dos grupos coincidirán en cuanto al ideal emancipatorio, pero eran irreconciliables en el campo de las realizaciones institucionales. Además entre el litoral y Buenos Aires, el añejo pleito por la aduana y el régimen comercial de los ríos, generaban heridas que demoraban en cicatrizar. Revisemos que para los sectores terratenientes concentrados en la pampa húmeda la situación fue mucho más cómoda que para las pocas economías regionales (de características pre–industriales) que emergían y daban trabajo a la gente de las provincias. Por el contrario, los terratenientes bonaerenses cobraban sus exportaciones de cueros o lanas en oro o libras y les pagaban a sus peones en la devaluada moneda nacional, lo cual establecía una brecha muy amplia entre un grupo y otro. En consecuencia, para que las provincias pudieran eludir la dominación porteña, necesitaban cierto grado de autonomía económica y fiscal y limitar los poderes del gobierno central.

    Mientras tanto, también cuestiones ideológicas separarán al «interior profundo» (las provincias) de Buenos Aires y su puerto – centrismo económico y cultural. La fuerte inclinación porteña a costumbres «modernas» y europeizantes, nada tenían que ver con el tradicionalismo provinciano. En síntesis, el grupo de Buenos Aires procurará una nación bajo un régimen centralizado como única forma de garantizar su existencia constituyente, generando una fuerte reacción en el interior, que manifestaba su sentimiento patriótico bajo la forma de un ferviente localismo.
    Pero a su vez, el clima político reinante en el Congreso tucumano mostrará una rica gama de opiniones.

    Conviven concepciones monárquicas, republicanas, partidarios de un protectorado inglés, y hasta el sueño de un emperador inca como modo de «americanizar» el nuevo Estado y lograr el apoyo de la población nativa (posición de Manuel Belgrano). La idea de democracia tal cual la concebimos hoy, todavía necesitará un largo tiempo para madurar.

    El texto definitivo del acta del Congreso, decía: «nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli, y de toda dominación extranjera», generando el consenso para restablecer un Estado, recomponiendo la autoridad moral de un gobierno revolucionario que se debatía entre la dependencia y la anarquía.

    La Independencia implicará también, la institucionalización del orden, lo que permitiría el reconocimiento externo de las Provincias Unidas, pese a que el debate por la Constitución quedaba pendiente. En 1817 el Congreso se trasladará a Buenos Aires, y las provincias se verían seriamente afectadas en su calidad soberana. Mientras tanto, y en paralelo, durante ese 1817, San Martín desde Mendoza seguirá siendo la alternativa emancipadora de América. Y así Mendoza, como presagió de su «Canto a la Vendimia», será la provincia «que acunó la libertad».

    Los años trascurridos entre 1810 y 1816 fueron de búsqueda y controversias respecto de la oportunidad por declarar formalmente rotos los lazos con España. Vínculos que habían comenzado a romperse en 1810 cuando el proceso revolucionario empieza a construir un nuevo orden político y una nueva legitimidad después del deterioro de la corona y las organizaciones absolutistas, en pos de pensar nuevas formas de hacer y pensar la política. Entonces, la Declaración era una urgencia, pues el proceso emancipador iniciado en mayo de 1810 demandaba una forma republicana.

    Durante ese tiempo, la ambigüedad fue una de las características que distinguió los primeros años de ese proceso (1810 – 1816), donde todos los actos públicos (aquí la contradicción) se hicieron en nombre de Fernando VII. Y si bien todos sabían que estaban sumergidos en un proceso de trasformación (muchos revolucionarios mostraron una pragmática capacidad de adaptación), habían determinaciones que no podían esperar más.

    Tucumán; el Congreso de 1816 fue el reflejo de todo lo opuesto. Ninguna ambigüedad mostró la Declaración de la Independencia, y en forma unánime todos los Congresales manifestaron su voluntad de romper definitivamente los vínculos con España y toda nación extranjera, lo que permitió decidir sobre el sistema político propio, las relaciones internacionales y el sistema económico.

    En ese sentido, el Congreso de Tucumán, junto a la «Declaración de la Independencia» permitió el reconocimiento externo de las Provincias Unidas, herramienta imprescindible para que el General San Martín pudiera movilizar su ejército fuera de las fronteras de nuestro país. Pero además aprobó el referencial “Manifiesto a los Pueblos» (1 de agosto de 1816) que entre algunos párrafos expresaba:

    «Que renazca la unión y se restablezca el orden, y veréis renacer el espíritu patriótico...».
    Pero también dicho Manifiesto incluye un Decreto que, simbólicamente, declaró concluida la revolución:
    «Fin á la revolución, principio al orden y respeto a la autoridad soberana y pueblos representados...», fueron sus primeras palabras.
     


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