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Geografía

"Cuando empezamos a cruzar la Antártida, yo nunca había visto la nieve"
 


Entre ida y vuelta, demoraron 135 días, recorrieron 2400 kilómetros y alcanzaron los 2300 metros de altura.

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  • Soportaron 43 grados bajo cero en una época en la que ni se hablaba de sensación térmica, aguantaron vientos de 180 kilómetros por hora y nieve que lo cubría todo. Un “Dios antártico” y “mucho corazón”, eso tuvieron los ocho argentinos que participaron de la primera expedición terrestre en la Antártida. Lo dice en el living de su casa de Liniers, Gerónimo Mauricio Andrada (80), el único sobreviviente de esa hazaña, que ahora repasa con Clarín la experiencia en su 55 aniversario.

    “Un día llegó a mis manos un libro sobre la Antártida, las montañas con hielo me llamaron tanto la atención que me puse como objetivo viajar. Cuando me convertí en sargento presenté todos los papeles para hacer mi sueño realidad y me aceptaron”, cuenta Andrada.

    El 3 de noviembre de 1961 salió del puerto de Buenos Aires en el buque petrolero Punta Médanos y demoró 13 días hasta el desierto blanco. En la Base Esperanza se enteró de que lo habían elegido para convertirse en uno “de los ocho”. “Había seis confirmados previamente y faltaba sumar a dos. Cuando me nombraron como uno de los seleccionados, no lo podía creer”, resume Andrada. “Para mí fue jugar en la Selección sin pasar por el banco. Hasta la Antártida no conocía la nieve y lo más al sur que había ido era a Quilmes”, destaca.

    El 14 de junio de 1962 comenzó la misión. “La idea era cruzar por la cordillera desde Base Esperanza hasta Base San Martín, que se encontraba deshabitada desde hacía tiempo porque sus ingresos estaban tapados por el hielo. Fuimos con tres tractores para la nieve y dos trineos tirados por ocho perros cada uno”, sigue Gerónimo que asegura que “no fue fácil” y que, en el camino, se toparon con “muchos obstáculos”.

    “Lo primero que dijo el jefe fue que elegía a solteros porque no sabía si los ocho íbamos a volver y no quería tener a esposas e hijos llorando”, recuerda Andrada que, para ese entonces, ya estaba de novio con Alda, su mujer desde hace 53 años, que esa vez lo esperó durante los 27 meses que terminó quedándose en la Antártida y después se bancó la distancia las otras 16 ocasiones en las que Gerónimo viajó a campañas de verano.

    La travesía fue accidentada desde el principio. “Al inicio, teníamos que cruzar una bahía pero nos agarró un temporal y el terreno se descongeló. Por eso, tuvimos que retroceder y bordear el lugar: tardamos 30 días en un tramo que debíamos recorrer en cuatro. Además, se nos murió uno de los perros”, dice Andrada.

    El entusiasmo casi adolescente de Gerónimo, que cumplió 26 durante la expedición, hizo que reparara poco en el frío. “El momento más complicado era a la madrugada. Con mi compañero de carpa nos despertábamos temblando. Lo que hacíamos era prender el calentador a querosene que usábamos para cocinar y encender unos cigarrillos. Con eso, al rato ya estábamos bien”, comenta. Otro gran aliado, también a querosene, era un farolito que ahora cuelga de un gancho en ese living y Andrada acerca a la mesa. “Fue un amigo más, nos alumbró toda la expedición”, suma.

    Entre ida y vuelta, demoraron 135 días, recorrieron 2400 kilómetros y alcanzaron los 2300 metros de altura. “Nos dedicábamos a explorar y a avanzar de 7 a 16. Cuando oscurecía preparábamos la única comida del día: una carne que venía en lata con arroz. Algunos días, cuando las tormentas eran muy fuertes, ni salíamos de la carpa y otros nos la pasábamos por horas sacando nieve de los vehículos”, detalla. En Base Matienzo (a 300 kilómetros de Esperanza) recargaron energías y a 70 kilómetros de Base San Martín se encontraron con uno de los desafíos más grandes: dejar los tractores y seguir sólo con los trineos.

    “La expedición fue un éxito y se transformó en la experiencia más importante de toda mi vida. Hasta hace unos años, la recordábamos con el Coronel Sosa pero ahora me quedé solo y suelo charlar del tema con mi nieto Boris, que pregunta mucho”, cierra Gerónimo, que ya no sueña con volver a la Antártida pero sí con que en las escuelas se hable de ese lugar que tantas alegrías le dio y con que la travesía de los ocho no quede en el olvido.
     


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