"Capital del Viento" |
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Los siguientes son pasajes extraídos de notas publicadas en La Nación por el doctor Guillermo Jaim Etcheverry.El lenguaje es la huella del espíritu.
El lenguaje es un fenómeno cultural, un producto social.
Cada vez con menor frecuencia y destreza utilizamos esta herramienta imprescindible de la comunicación. El hombre habla hasta consigo mismo, almacena su memoria en lenguaje y cifra en palabras el proyecto de lo que quiere ser.
Por eso es tan grave nuestro fracaso en preservar ese atributo humano por excelencia.
Lo advertimos ante la cantidad creciente de jóvenes incapaces de sostener una discusión y que balbucean monosílabos deshilvanados, espejo fiel de un pavoroso vacío interior.
Sólo llegamos a conocer nuestra propia mente cuando intentamos explicarnos a los demás. La decadencia de la discusión pública contribuye a que la gente esté cada vez menos informada, aunque viva sumergida en información.
Esta es en realidad un cúmulo de datos no vividos: sólo cuando nos comprometemos en una discusión que absorbe por completo nuestra atención, salimos ávidos a buscar la información que nos convenza y nos ayude a persuadir a los demás.
Pero para debatir necesitamos usar una herramienta que cada día manejamos peor: el lenguaje.
Resulta alarmante comprobar que quedan ya pocas personas, jóvenes y no tanto, capaces de articular frases simples con comienzo, desarrollo y final.
La información goza del prestigio de lo nuevo que, se nos convence, es siempre mejor. Lo ordenado, lo establecido, lo acumulado con el paso del tiempo (el conocimiento) pierde prestigio desplazado por lo instantáneo, lo menos firme, lo más problemático (la información).
Estas ideas, que se encuentran en el centro de la sociedad contemporánea, nos están llevando a la peligrosa conclusión de que la información equivale al conocimiento. Pero mientras florece el consumismo informativo, decaen las instituciones esenciales del conocimiento.
Universidades, museos y bibliotecas, desinteresados en ubicarse en medio del flujo vertiginoso de hechos y números de validez fugaz, y empeñados en ocuparse del tesoro permanente del pasado del hombre y de la creación, interpretación y ordenamiento de lo nuevo, mendigan para sobrevivir.
Estas instituciones, carentes del glamour de lo avanzado y exitoso y que para peor ni siquiera cotizan en la Bolsa, son los filantrópicos parientes pobres que no favorecen a nadie en particular, sino a todos.
No se advierte que, precisamente, el hecho de que nuestra sociedad se convierta aceleradamente en electrónica, es decir, que la información desplace al conocimiento, hace imperativo fortalecer el prestigio de nuestras empobrecidas instituciones de conocimiento.
Por eso, el libro es un refugio frente al aluvión de lo trivial, lo periférico y lo irrelvante que, por su propia naturaleza, los medios electrónicos están obligados a ubicar en el centro de nuestra atención.
El libro, al ser vehículo de conocimientos, se fortalece con el paso del tiempo, a diferencia de la fugacidad de la información. Valora nuestras experiencias no por el atractivo momentáneo de los hechos, sino por la permanencia de su significado. Nos devuelve el valor del tiempo, arrasado por la inmediatez de la información.
En nuestro tiempo, sólo se presta atención a un mensaje cuando la imagen del mensajero resulta familiar. Unicamente escuchamos lo que alguien propone si ese alguien es una celebridad, es decir, si lo hemos conocido a través de los medios masivos, fundamentalmente de la televisión.
Pero como las celebridades actuales, por la forma en que llegan a serlo, tienen poco que ver con lo que hace verdaderamente grandes a las personas, acabamos influidos por grandes nombres a los que confundimos con grandes hombres.
Hoy ha cambiado el proceso mediante el que se accede a la fama. Esta ya no es más un producto de cualidades y tiempo.
No sólo tenemos hoy el poder de hacer famoso a cualquiera de nuestros contemporáneos, sino que, además, lo logramos instantáneamente mediante la maquinaria de visibilidad que proporcionan los medios de difusión.
Lo que caracteriza en nuestros días a una persona que adquiere el carácter de celebridad es el ser conocida precisamente por ser conocida.
La celebridad se construye por esa familiaridad amplificada por los medios de difusión: las personas que nos resultan más familiares terminan siendo las más familiares.
Esa misma visibilidad se ha convertido en el signo de la pretendida grandeza.
En el pasado, el héroe era un producto de sí mismo: de las características singulares de su personalidad o de la naturaleza ejemplar de sus acciones.
La celebridad actual es un producto de los medios, porque se define esencialmente por su imagen.
Mientras el héroe era una construcción de la tradición, la celebridad es por definición contemporánea y, por eso mismo, fugaz: el tiempo termina destruyéndola. Al igualarla con la notoriedad, hemos terminado por degradar la grandeza.
El vivir rodeados de tantas celebridades -personajes famosos a pesar de no tener ninguna característica digna de ser exaltada salvo la de ser conocidos- nos ha hecho perder de vista los verdaderos modelos.
Porque en última instancia, al carecer de rasgos ejemplares reales, las celebridades no resultan ser modelos inspiradores, sino más bien versiones publicitadas de nuestra propia imagen corriente.
Lo que los chicos saben es lo que les enseñan sus mayores con el ejemplo. Los más inteligentes son los primeros en aprender que resulta mucho más importante seguir lo que la sociedad enseña implícitamente con sus acciones y a través de sus estructuras de recompensa que lo que predica la escuela en lecciones y discursos sobre el recto comportamiento.
La escuela, que puede y debe ejercer una función de liderazgo, está condenada a perder frente a una sociedad que a cada instante deshace prolijamente lo que pretende que la escuela construya.
Nuestra sociedad, que mayoritariamente honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el materialismo, ostenta impúdicamente la riqueza, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y adora el poder adquisitivo, pretende luego dirigirse a los jóvenes para convencerlos, con la palabra, de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura, la prioridad de la ética y la supremacía del espíritu.
Créditos: La NaciónEl autor es doctor en medicina, ex decano dela Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Profesor titular del Departamento de Biología Celular e Histología. Ex investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.
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