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Luis Federico Leloir
 


Luis Federico Leloir, en su laboratorio.

Nadie sabía de él. Pudo haber pasado por el mundo sin más respetos o veneraciones que las de su familia y sus compañeros de laboratorio, porque era todo rigor, silencio y modestia.

En su reino Austero, sencillo, utilizaba una silla desvencijada y trabajaba con medios precarios. Pero sus investigaciones revolucionaron la ciencia.

Pero en el '70, el Premio Nobel de Química lo convirtió, muy a su pesar, en una estrella. Una tentación que, sin embargo, desdeñó tozudamente para seguir sentado, investigando, en una destartalada silla que poco (pero mucho) tenía de trono.

La mitología popular y el folclore periodístico se quedaron -anémicos- con su estampita: un sabio ignoto, descubierto antes por el jurado de la Academia Sueca que por sus coterráneos, ungido por el premio Nobel de Química 1970, y sentado en una silla de paja brava del Delta atada con piolín para impedir su descalabro definitivo.

Desde luego, llegado desde Estocolmo el cable urgente que anunciaba el lauro, su apacible casa de la breve calle Newton (nombre de sabio: clara simetría) se convirtió en un caótico y ruidoso cuartel: periodistas, fotógrafos, cámaras, flashes, cables, preguntas ya inteligentes, ya banales. Acoso.

Como en "La señora mayor", un cuento de Borges incluido en El informe de Brodie, Luis Federico Leloir (entonces 64 años), "... creyó que era la mazorca que entraba...". Su modestia y su rigor lo impulsaron a decir poco, casi nada, sobre su hazaña.

Mientras la prensa esperaba frases-título estilo "El descubrimiento del doctor Leloir revoluciona la medicina" o "A partir de su hallazgo se salvarán miles de vidas" o cualquier otra tentación para el cuerpo catástrofe, ese hombre enjuto, sereno, de ojos claros, apenas se atrevió a decir: "Lo que hice es difícil de entender.

Es sólo un paso de una larga investigación. Descubrí (no yo: mi equipo) la función de los nucleótidos azúcares en el metabolismo celular. Yo quisiera que lo entendieran, pero no es fácil explicarlo.

Tampoco es una hazaña: es apenas saber un poco más...".

Ni siquiera cambió ese tono luminosamente gris el 10 de diciembre del '70, algo incómodo dentro del frac, frente a la Academia Sueca y al mundo, cuando recibió el diploma y los 80 mil dólares, esa anhelada huella de pólvora que es la herencia de Alfred Nobel: -Adjudico todo el mérito a mis colaboradores. Yo soy sólo un representante de ellos.

No me resulta fácil considerar que estoy entre los gigantes de la química: Van't Hoff, Fischer, Arrhenius, von Baeyer. En realidad, nunca he recibido tanto por tan poco...

Sin entender demasiado sobre los nucleótidos, la mitad de los nativos se lanzó a devorar al Leloir humano, según otro viejo lugar común.

El hombre nació el 6 de septiembre de 1906 en París durante un viaje de sus padres, se recibió de médico en el '32, logró su doctorado con una tesis brillante (Las suprarrenales y el metabolismo de los hidratos de carbono), y empezó a trabajar con otro Nobel patrio (Bernardo Houssay) en el '47.

Era algo, pero no mucho, de modo que la excavación siguió agitando sus trépanos y averiguó que el sabio tenía un Fiat 600 celeste y asmático al que cada día era necesario hacer arrancar con tracción a sangre: léase Leloir y un vecino cinchando como bueyes.

Que sólo leía libros y revistas científicas, y que le gustaba el cine de acción: "...las del oeste y las de espionaje", confesaba. Lo demás (que tuviera en su panoplia el premio Nacional de Ciencia, otros treinta similares, y que una docena de universidades lo reverenciara) no tenía demasiada importancia para aquellos buceadores de lo humano.

Preferían narrar, en fresco estilo periodístico, que el sabio llegaba cada mañana a las diez a su modestísimo laboratorio de la calle Julián Alvarez, que se llevaba el almuerzo (dos sándwiches, dos huevos duros), y que a las cinco en punto de la tarde abandonaba su microscopio y sus retortas y volvía a su casa. .........................

Luis Federico Leloir murió el 2 de diciembre de 1987. Tenía 81 años, y trabajó en su laboratorio hasta apenas unas horas antes de que un infarto masivo lo abatiera en su casa.

Entonces, el mismo periodismo que casi tres décadas antes quebrara su paz, exhumó de los archivos cuanto dato curioso quedaba flotando en los amarillentos recortes.

Se supo, por ejemplo, que en la década del 20 y en el Ocean Club de Playa Grande inventó la salsa golf después de muchos experimentos "porque estoy aburrido de los langostinos con mayonesa".

Que fue duro y acaso certero al definir a sus compatriotas: "Los argentinos siempre esperamos un mesías que nos salve, queremos ganar todos los campeonatos de fútbol, y creemos en cualquier cosa: el caso de la crotoxina lo demuestra".

Que fumaba uno que otro cigarrillo "cuando me convidan", que de tanto en tanto se permitía un vaso de vino, que muchas veces donó su sueldo para que el laboratorio sobreviviera, y que no mucho después del Nobel "yo mismo cambié los piolines de mi silla por alambres, porque de lo contrario tenía que trabajar parado".

Sólo le temió a tres calamidades: "La prepotencia, la soberbia y la estupidez".

Y no se equivocaba: muy pocos saben que en el '83, en la calle Antonio Machado 151, tuvo por fin un laboratorio digno y una decente silla de metal y cuero.

Muy pocos lo saben, y acaso muy pocos sacaron la cuenta: Luis Federico Leloir, argentino, sabio, premio Nobel, tuvo que esperar trece años para que su país lo honrara con una silla nueva.

 


Crédito:

Artículo extractado de:
Revista Gente

 



   
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