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¿Quién protege el patrimonio cultural?
 


Las comunidades indígenas también han hecho oír su protesta.

El destino del patrimonio arqueológico argentino es hoy motivo de una áspera polémica que si bien se dirime en discusiones acerca de intereses comerciales y legitimidades políticas en pugna, podría resumirse en la siguiente pregunta.

¿En manos de quién deben estar los testimonios que guarda esta tierra de la cultura prehispánica? O también: ¿quién protege los vestigios más antiguos de nuestra memoria colectiva?.

La ley 25.743, de Protección al Patrimonio Arqueológico y Paleontológico, que entró en vigencia en octubre de 2003, regula el dominio sobre esos bienes, prescribe la creación de un registro oficial de yacimientos, colecciones y objetos, y además ordena a los coleccionistas a declarar al Estado cada una de las piezas que hayan adquirido antes de octubre de 2003.

La norma establece, por otra parte, que los tenedores de piezas arqueológicas no podrán venderlas sin ofrecerlas antes al Estado, y esto provoca la airada reacción de los titulares de colecciones privadas. Las comunidades indígenas, por su parte, también reclaman el patrimonio sobre los objetos de arte precolombinos y protestan por el nulo tratamiento que les otorga la ley; su texto, sostienen, "ni siquiera nos nombra, y por lo tanto no nos considera como una cultura viva", en palabras de Luis Pincén, representante de los "pampas".

Se supone que una legislación nacional sobre patrimonio arqueológico y paleontológico tiene por objetivo preservar los espacios privilegiados en los que se conserva inscripta la historia de una cultura, quizás a la espera de ser revelada.

Es por eso que la normativa ahora vigente establece que los coleccionistas no pueden vender sus piezas sin antes ofrecerlas al Estado. Si el Estado no pudiera comprar los materiales, dice la ley, el coleccionista podría comercializarlos con otro particular, pero siempre en el marco de las fronteras nacionales.

El fundamento de esta normativa es que la apropiación de todo lo que se encuentre en los sitios arqueológicos, así como el saqueo de piezas, documentos, fósiles u objetos de arte, destruye la herencia cultural no sólo en el sentido de su propiedad.

El año pasado, mientras duraron los combates en Irak, esta misma cuestión se planteó de manera acuciante y trágica en Bagdad. Entonces, los intelectuales de todo el mundo se pusieron en estado de alerta y organizaron una campaña internacional de rescate ante la desaparición de miles de piezas de arte asirio, babilónico y sumerio que en gran medida, se calcula, fueron a engrosar el próspero mercado del tráfico ilegal.

En ese momento, la historiadora del arte Laura Malosetti Costa señalaba en Clarín: "Cuando se sustrae una estatuilla, una vasija o una tableta de escritura de su contexto, ese objeto se transforma en un adorno mudo; el saqueo daña de modo irrecuperable la memoria histórica que esos objetos portan en sus coordenadas de espacio-tiempo y en relación con otros objetos y testimonios porque gracias a ellos se escribe y transmite la historia". Pero ¿la ley debería apuntar entonces contra la existencia misma de coleccionistas privados, poniéndolos bajo sospecha? El periodista puertorriqueño Héctor Feliciano, autor de El museo desaparecido, una investigación sobre la apropiación de piezas de arte de colecciones privadas judías por parte de los nazis, asegura que ésa no es la estrategia apropiada.

"Cada Estado tiene mucho que decir para definir y proteger el patrimonio nacional, pero mi experiencia me ha demostrado que no se debe dejar de incentivar a los coleccionistas. Ellos cumplen una función que a veces puede ser nociva pero en muchas ocasiones es constructiva y útil.

El Estado no debe darles entera latitud ni dejarles vía libre para cualquier maniobra que ponga en peligro al patrimonio, pero ellos son piezas fundamentales del patrimonio, también.

Hace cien años, cuando nuestros Estados no tenían conciencia del valor patrimonial de ciertos objetos ni les prestaban atención, fueron algunos hombres singulares, coleccionistas ilustrados, quienes preservaron ciertas piezas y concientizaron sobre su valía a la opinión pública".  


Coleccionistas en guerra

Tomar contacto con los coleccionistas de Buenos Aires no es tarea fácil. Desde el escándalo de película que envolvió en noviembre de 2000 a los comerciantes Eduardo Janeir y Carlos Languasco, cuando la Policía Aeronautica Nacional les secuestró en dos locales de San Telmo unas 15.000 piezas que, se dijo, habían sido saqueadas de distintos sitios arqueológicos del Perú, la mayoría se abstiene de hablar con la prensa. Se sabe, eso sí, que todos repudian la nueva ley.

Incluso, hay un caso que ilustra perfectamente el estado de ánimo de casi todos los coleccionistas particulares, algunos dueños de verdaderas fortunas en piezas precolombinas.

El caso paradigmático es el del politólogo y coleccionista Mateo Goretti, quien pensaba abrir un museo de etnografía y arte precolombino el año pasado en Buenos Aires, pero no bien los conceptos de la ley llegaron a sus manos, desistió rápidamente de su idea.

Finalmente trasladó todas sus piezas al Uruguay, donde, según dicen quienes lo conocen, recibió una oferta del propio alcalde de Montevideo para realizar su proyecto en esa ciudad, sin ningún tipo de condiciones al proyecto original, según el cual Goretti donaría las piezas a una sociedad estatal; pero hubo una condición: el museo sería administrado por un ente privado.

Oficiando de vocero de los coleccionistas, el antropólogo e investigador de la Smithsonian Institution, Edgardo Krebs, escribió desde los Estados Unidos un artículo que fue publicado tiempo atrás en un diario local.

"Puede argüirse con toda razón que el patrimonio cultural de un pueblo pertenece al pueblo —escribió allí Krebs—. Es más difícil argüir que ese patrimonio pertenece al Estado, que es finalmente un grupo de burócratas, muchos de ellos no elegidos por el voto popular".

Krebs insiste en que los grandes museos del mundo —el Louvre de París, la Nationall Gallery of Art de Washington— fueron creados originalmente por grandes colecciones privadas, como el Malba de Buenos Aires, y culpa a la nueva Ley de Patrimonio Arqueológico por el "exilio en el Uruguay" de la colección con la que Mateo Goretti pensaba abrir su museo en Buenos Aires.

Egresado de Filosofía y Letras, especializado en Antropología y profesor de Latín en la UBA hasta que Onganía decidió echar a bastonazos del país a una considerable porción de brillantes intelectuales, Jorge Fernández Chiti tiene un museo en Palermo, donde exhibe 1.500 piezas de cerámica precolombina de casi todas las culturas indígenas locales. Se reconoce coleccionista y no está de acuerdo con la ley 25.743, pero su postura difiere de la de sus colegas.

"La nueva norma —dice Fernández Chiti— establece que el Estado tiene el dominio (para legislación argentina eso significa tener la propiedad) de los materiales, y nos otorga a los coleccionistas la tenencia de las piezas, lo que implica a su vez una enorme responsabilidad.

¿Qué pasa si un día yo no estoy en mi casa y me roban las piezas? ¿Soy el responsable ante la ley? Cualquiera podría suponer que me las robé yo mismo para sacarlas del país, venderlas y hacerme millonario en dólares.

Así, lo que consigue esta ley es generar un mercado negro internacional para las piezas argentinas, algo que en el contexto latinoamericano sólo ocurre en México y Perú. Queriendo cerrar una canilla que goteaba, sus autores abrieron un dique; ahora, los saqueadores de sitios que antes le vendían una pieza a alguien en Buenos Aires van a venderlas masivamente en Europa y en los Estados Unidos, donde por una vasija cualquiera paga 30 mil dólares".

En esta cuestión, Fernández Chiti, es terminante: "Los autores de la ley no tuvieron consideración alguna con los coleccionistas, gente honesta, muchos de ellos, que dedicó parte de su dinero a la compra, restauración y conservación de estos objetos; gente que hoy cuida y muestra sus piezas al público.

Aunque no estoy de acuerdo con Goretti. Me parece que no tiene por qué llevarse del país 3 mil piezas que pertenecen al patrimonio nacional; pero las autoridades tuvieron poquísimo tacto con él".

Feliciano tiene una denominación para la labor de los coleccionistas honestos: "Trabajan —dice— río arriba". Y lo explica:

"Hoy nadie duda de que ciertas piezas, como un cuadro de Picasso, por ejemplo, es una obra de arte de inmenso valor patrimonial; eso ya es un lugar común.

Pero para que ese cuadro se convirtiera en lugar común y en conciencia colectiva del patrimonio —insiste Feliciano— tuvo que darse un hecho radical: alguien tuvo que comprar en su momento la obra que aún no tenía ese valor y conservarla, cuidarla, valorizarla. El papel del coleccionista es, en ciertos casos, indispensable."  


Contra el tráfico de piezas

Desde el arco oficial, Américo Castilla, al frente de la dirección Nacional de Patrimonio y Museos, explica que "la Ley está hecha para impedir el tráfico ilícito de los materiales, pero en ningún momento habla de prohibir los museos ni las colecciones privadas, sólo establece normas para la preservación de los materiales, en tanto que los considera patrimonio de todos. Por eso tienen que estar registradas: para que el Estado pueda tener control acerca de lo que sale del país".

El Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano es el organismo encargado de hacer cumplir la nueva ley. Para Diana Rolandi, su directora, los coleccionistas sólo tienen tres modos de obtener materiales arqueológicos y paleontológicos: "O compran las piezas a alguien que se las robó de un museo y se las vende, o se las compran a otro coleccionista o saquean un sitio arqueológico".

Ahora, la ley exige a los coleccionistas lo siguiente: si tienen una determinada cantidad de piezas y pretenden venderlas, tienen que ofrecérselas primero al Estado; si al Estado no le interesan o no puede comprarlas, el particular puede venderlas a otro, siempre y cuando la venta quede registrada.

"La ley —aclara Rolandi— en ningún momento impide a un coleccionista que muestre sus piezas al público; todo lo contrario: le pide a los particulares que registren sus piezas y que las mantengan dentro de las fronteras nacionales, en el marco de las cuales pueden perfectamente abrir un museo. El espíritu de la ley es precisamente mantener dentro del país las piezas, ya que pertenecen a sus habitantes".

Para José Perez Gollán, director del Museo Etnográfico de Buenos Aires (dependiente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires), "está bien que un sistema de normas regule el tráfico de materiales arqueológicos y paleontológicos.

En el interior de muchas provincias —donde el nivel de vida es muy bajo— la gente vende piezas por monedas a tipos que ofician de dealers, que a su vez las venden en Buenos Aires a los coleccionistas, por supuesto que a un precio 100 veces más alto que el que ellos pagaron.

El coleccionismo es de algún modo patológico; las piezas adquieren un valor de fetiche, que no tiene nada que ver con el valor científico que puedan tener. Por otra parte, al extraerlas de su lugar de origen, las piezas pierden sensiblemente su valor científico, ya que se las saca de contexto, y esa información, hay que decirlo, es prácticamente irrecuperable".

En relación con el otro frente de tormenta generado por la regulación del patrimonio arqueológico, Gollán reconoce que la ley tiene "sus puntos débiles": "Por ejemplo —dice—, ni siquiera nombra a las comunidades indígenas y, por otro lado, no especifica de qué modo se controlarían los sitios arqueológicos".

Las comunidades indígenas también han hecho oír su protesta por el modo en que son exhibidas las momias halladas en la cumbre del volcán Llullaillaco (6.739 metros), en 1999, por el equipo del arqueólogo estadounidense Johan Reinhard.

Desde enero de 2002, estas momias —pertenecen a un varón, a una niña y a una adolescente— están a la vista del público en el moderno Museo de Antropología y de Arqueología de Alta Montaña. Los estudios revelaron que los cuerpos pertenecen a niños que habían sido sacrificados por sacerdotes del imperio Inca hace más de 500 años.

Sus cuerpos se conservan intactos por haber permanecido siempre a una temperatura mínima de 14 grados bajo cero en la cumbre donde fueron enterrados. El museo está climatizado con una temperatura ambiente entre los 16 y 18 grados sobre cero. Cuenta con un sistema electrónico de seguridad, y un circuito cerrado de televisión. La obra costó a Salta 810.525 pesos.

Pérez Gollán tiene una posición tomada al respecto: "No estoy de acuerdo con la exhibición de restos humanos porque estamos hablando de seres humanos, los antepasados de alguien; a nadie le gustaría mostrar a su abuela en un museo. Sí creo que hay que poder utilizar los cuerpos como material de estudio".  


¿Herederos directos?

Otra queja de las comunidades es acerca del uso de los sitios arqueológicos y paleontológicos, muchos de los cuales están ubicados en las tierras que estas comunidades históricamente han reclamado como propias, aunque no tengan títulos de propiedad que lo demuestren legalmente.

Hoy, esas tierras tienen el estatuto de "área protegida", que le otorga cada gobierno provincial y teóricamen sólo tienen acceso a los sitios los investigadores autorizados por cada estado provincial.

La posición indígena, no obstante, encuentra algún eco favorable pero también varias reservas: "Las comunidades —dice Gollán— tendrían que tener un lugar adecuado en el que puedan conservar y mostrar las piezas; no hay que olvidar que son patrimonio de todos, no sólo de ellos".

Castilla aporta otro punto de vista: "Las comunidades —dice— pueden aportar cierta información simbólica, y no científica, a los materiales, por eso me parece que hay que incentivar su participación en los museos que tienen vestigios de culturas vivas. Pero para eso las propias comunidades tienen que crear y afianzar sus propias instituciones y luego proponer iniciativas".

Rolandi también apunta a aclarar las dudas en cuanto a las interpretaciones que de la ley hacen algunas comunidades indígenas. "Si bien la Ley no las menciona, tampoco dice que las comunidades no puedan participar de proyectos de investigación, o supervisar la explotación científica de los yacimientos.

La Ley es respetuosa de las leyes de las provincias, y a su vez plantea que las provincias tienen que adaptar sus leyes a la Ley Nacional (porque se trata de una Ley Federal). Todo investigador que pretenda realizar un trabajo tiene que presentar el proyecto y sus antecedentes personales a las autoridades provinciales, que son las que, con nuestro aval, la conceden."

Activo defensor de lo que, considera, son los derechos de su pueblo, el descendiente de los indios pampas Pincén sostiene que "ésta es una ley que nos declara pueblos muertos, ya que no nos considera ni nos menciona en ningún momento.

Nos quita la posibilidad de exigir en igualdad de condiciones ante el Estado la restitución de nuestras pertenencias o mejor dicho del botín de guerra". "Todo está en manos del Estado, que presta piezas arqueológicas a Benetton para que mejore su propio museo —agrega—, que utiliza comercialmente los ponchos de nuestros antepasados, como Calfulcurá, para que los turistas se saquen fotos con ellos, que permite la contaminación de nuestro ambiente y regala nuestros recursos naturales.

Este Estado es el que va a cuidar nuestro patrimonio cultural. No sabemos cómo. ¿Cómo va a manejar el Instituto Nacional de Antropología (INA) a los gobiernos feudales y retrógrados que imponen su voluntad hoy en día en varias provincias del país? Gobiernos más propensos a ganar dinero y a congraciarse con el poder extranjero que a defender el patrimonio del pueblo. ¿Qué va a pasar cuando falten recursos para sostener la implementación de la ley? ¿Quién controlará al estado cuando no cumpla con sus deberes? La ley no dice absolutamente nada al respecto."  


Cómo cuidar el patrimonio

Coleccionistas, antropólogos y representantes de las comunidades indígenas se preguntan también quiénes y de qué modo lo llevarán adelante el Registro encargado de relevar y proteger así al patrimonio arqueológico.

El abogado Antonio Calabrese, responsable del Registro, asegura que se trata de formar "una base de datos para la investigación y el control, para evitar que se disperse el patrimonio. Si se llega a perder una pieza —explica—, estará identificada debidamente e Interpol podrá tener sus datos.

Pero, a su vez, a este registro no podrá ingresar cualquiera, ya que también se ocupa de los yacimientos o sitios arqueológicos: si todo el mundo tuviera acceso los sitios se llenarían de huaqueros que los saquearían en muy poco tiempo".

Calabrese cuenta también que los formularios del Registro requieren las siguientes indicaciones a los tenedores de piezas: el origen de la pieza, una descripción de la misma (tamaño, peso, forma, color, materiales con los que fue construida y otros datos clave) e incluye fotografías del objeto en cuestión.

Calabrese dice que no. "Los grandes coleccionistas pueden hacerlo, ya que cuentan con los medios necesarios, pero no el campesino que tiene tres o cuatro piezas que encontró casualmente en su tierra. En ese caso sería el Estado provincial el encargado de este registro, ya que ésta es su responsabilidad originaria; después, cada municipio o provincia tendrá que elevar lo registrado a la Nación.

En sí, el Estado nacional sólo se ocupa de aquellos sitios de jurisdicción nacional; esto es así porque ésta es la única ley federal en todo el derecho internacional comparado, las demás toman en en cuenta los bienes como de dominio público nacional, mientras que acá eso se define mediante el concepto de jurisdicción. Los objetos son propiedad de las provincias o de las ciudades (no así en el caso de los privados). Cada provincia registra y es autoridad de aplicación en su jurisdicción."  


Pero el Estado debe custodiar el patrimonio. ¿Entonces?

"Hay una distinción necesaria que hacer —responde Calabrese— entre el dominio del objeto en sí y el patrimonio cultural al que pertenece: particularmente, el objeto es de dominio privado, mientras que en términos genéricos la custodia del patrimonio, en tanto que bien público, le pertenece al Estado."

¿Las provincias cuentan con la infraestructura necesaria para llevar adelante este trabajo? Calabrese reconoce que en muchos caso no. "Pero en un sistema Federal toda provincia tiene derecho a defender sus bienes —argumenta—. Este, entonces, es un problema nacional.

Las provincias sí tienen derecho a solicitarle a la Nación los fondos necesarios para poder registrar debidamente las piezas, esto siempre dentro de las posibilidades de la secretaría de Cultura de la Nación.

Pero ésta es una tarea que va llevar muchos años, y seguramente en ese lapso de tiempo se produzca la diáspora de gran parte del patrimonio. Son los problemas de un país en default", dice.  


La voz de la comunidad

La ley 25.743 puso a la luz una disputa manifiesta por los derechos sobre la memoria de los pobladores originales que está inscripta en los objetos arqueológicos y paleontológicos, y esa disputa va más allá del interés por querer saber o conocer.

Hay sectores que reclaman para sí la propiedad de los bienes; pero ¿los coleccionistas, tienen derecho a hacer lo que quieran con las piezas por las que pagaron pero que constituyen la memoria de una nación?. Las comunidades indígenas reivindican su derecho a la propiedad y a la decisión sobre el destino de piezas que tal vez hayan sido forjadas por sus ancestros.

Pero, ¿están en condiciones de asegurar el cuidado y la protección de esas piezas para el uso educativo, cultural y científico que el resto de los ciudadanos de este país quiera darles?.

Por último, desde la perspectiva estatal, las cosas no están muy claras: las quejas acerca de que el patrimonio cultural de los argentinos se pierde en una especie de agujero negro cuando ingresan a la órbita estatal parecen tener su asidero: libros que desaparecen del tesoro de la Biblioteca Nacional, obras de arte que se pierden el Museo Nacional de Bellas Artes y piezas que se esfuman de los espacios de todo el país suelen ser noticia demasiado a menudo. ¿Entonces?.

"Creo que el Estado debe proteger los sitios arqueológicos por su valor documental —sostiene Silvia Fajre, Subsecretaria de de Patrimonio Cultural del gobierno porteño—.

Estos sitios y los objetos que se encuentran en ellos proveen de información siempre novedosa para releer la historia de modo que es deber del Estado, y de la comunidad que le da la legitimidad social de la representación, crear políticas eficaces de resguardo para no distorsionar ni vaciar el mensaje que portan estos objetos".

Fajre advierte, sin embargo, sobre las dificultades de una tarea semejante y trae una nueva pregunta a la discusión: ¿a qué llamamos, en cada caso, patrimonio?. La respuesta a ese interrogante, dice Fajre, no puede sino provenir de una comunidad que le da sentido identitario a cada documento, a cada objeto, a cada pieza arqueológica, a cada uso o costumbre.

Por lo tanto, es preciso que las cuestiones de patrimonio formen parte de la agenda y la discusión pública. Sobre todo en América latina, subraya, a su vez, Héctor Feliciano.

Porque si bien el cuidado del patrimonio es materia compleja y de debate permanente en todo el mundo —el reclamo que han hecho aun a nivel diplomático países como Grecia y Turquía a los museos europeos y norteamericanos por la restitución de sus piezas patrimoniales es prueba de ello—, en nuestros países la definición sobre los alcances del patrimonio está pendiente.

"Integrar en diálogos a coleccionistas, pueblos originarios, Estado y opinión pública —dice Feliciano— es la única vía para llegar a esa definición. Cada uno de ellos tiene algo que decir en este debate."  


Estracta:

Por Ezequiel Sanchez para Diario Clarín. (08/08/04)

 



   
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