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Es madre, militar, veterinaria y cuenta su emoción al desfilar a caballo con los Granaderos: “¡Me explotó el pecho!”
 


La mayor veterinaria en plena operación de un tumor en un caballo (gentileza mayor Arozena).
“Como me dijo un jefe, el Regimiento de Granaderos a Caballo es la unidad militar donde te van a aplaudir más que en ninguna otra. Y es real. Pasas y la gente grita ‘¡Viva la patria! ¡Vivan los granaderos!’ Y el pecho te explota”.
A la mayor veterinaria María Lorena Arozena todavía le dura la emoción de haber desfilado montada el 9 de julio por la avenida del Libertador. Ríe cuando cuenta anécdotas, se pone seria cuando habla de los caballos, pero los ojos se le llenan de lágrimas cuando recuerda la vez que se puso el uniforme, trepó a una yegua alazana y cabalgó junto a sus camaradas frente a una multitud.

Como jefa de veterinarios, tiene bajo su responsabilidad a una tropilla histórica, parte fundamental de uno de los regimientos emblemáticos del Ejército Argentino. Enumera que son 208 los caballos que hoy integran el regimiento que fundó el general San Martín el 16 de marzo de 1812.
Cree que el Padre de la Patria estaría “orgulloso de ver que el legado que pretendió para sus oficiales se mantiene a través de las décadas”. Para ella, pertenecer a este regimiento “es algo indescriptible, un orgullo. Representa nuestra esencia, nuestros valores: la libertad, la disciplina, el valor, el orden”.

En el desfile, además, había una yapa: entre el público estaba su padre, José María, que viajó desde Neuquén. Y claro, su esposo, el teniente coronel Mauricio Roberto D’Amico . Y aunque su primera vez montada fue a principios de año en Mendoza, muchos consideraron que era su debut:
“Hay una tradición que cada vez que termina una gala, alguien que desfila por primera vez hace el brindis. Así que me tocó. Yo marcho a pie junto a los caballos desde el primer día que estoy acá. Y dije que muchos se preguntan por qué camino siempre, cuando podría ir en la camioneta con el horse box de auxilio. Es que no se vive de la misma manera. Prefiero ir a la par del granadero, que monta con calor, con lluvia, con frío, acompañarlo. Y por supuesto, lo hago por mi profesión, por si algún caballo se lastima”.

Claro que, a veces, las situaciones no son tan emotivas ni glamorosas, y hay que correr. Como le ocurrió nada menos que el 10 de diciembre de 2023, cuando desfiló, pero a pie, en el trayecto entre el Congreso Nacional y la Casa de Gobierno en el recambio presidencial.
“Adelante iba un escuadrón. Después, el auto del presidente con los jefes del regimiento alrededor. Yo venía atrás de todo, detrás del escuadrón San Lorenzo. En un momento se patinó uno de los caballos. El granadero quedó paradito, pero el caballo, cuando se incorporó, salió corriendo, con el jinete a pie. Con un enfermero y un soldado empezamos a correr para agarrar al caballo. Yo, que soy petisita, miraba por debajo de las patas de los otros caballos para ver por dónde estaba.
Y en eso me crucé por delante de la fanfarria y quedé parada frente al auto que llevaba a la vicepresidente. Me dije ‘Acá me van a matar’ y salí. Al caballo lo habían agarrado un poquito más atrás”.
 


Vida de granadera

María Lorena nació hace 44 años en Paraná, Entre Ríos. En su familia no había ningún militar. Su mamá, María Lydis, es profesora de inglés. Su papá, contador público. A ella, desde chica, le gustaron los caballos. Y por ellos ingresó a la Facultad, primero, y al Ejército más tarde.
Cuando era chica, sus padres se divorciaron. María Lydis se quedó en Paraná y se volvió a casar. José María se afincó en Neuquén. El nuevo esposo de su madre tenía un stud de caballos de carrera. Y se enamoró de ellos:
“Me pasaba los días ahí. Cuando estábamos de vacaciones ensillaba una yegüita vieja, salía temprano a la mañana y no volvía hasta la tarde”.

Después de hacer la primaria y la secundaria en Paraná, en 1988 viajó a Esperanza, Santa Fe, para estudiar veterinaria en la Universidad Nacional del Litoral. “Y nunca más volví”, repasa.
Al principio, fue difícil. Sentía que la menospreciaban por su condición de mujer. “Trabajé con veterinarios de campo y con veterinarios que se dedicaban a equinos. Y percibí ciertas miradas... por ejemplo, decían ‘uy, mira la chiquita, le puede levantar la pata’.
No estaba para eso, entonces empecé a rumbear para otro lado. Iba a ser difícil insertarme en el ámbito laboral de los caballos siendo mujer. Hay mucho machismo. Pensé que no me contratarían. Entonces empecé a trabajar en el INTA de Rafaela con ganado lechero.
Pasé por todas las etapas: desde inseminación a trabajo de partos. Y me iba a dedicar a eso cuando me enteré que el Ejército incorporaba profesionales. Entonces dije ‘vamos con los caballos otra vez. Y si no me gusta, pido la baja’. Además, iba para ser veterinaria. Me inscribí, rendí examen para ser oficial, y acá estoy”.

Lorena ingresó al Ejército en 2004, y su primer destino fue el Colegio Militar. Era parte de la sección veterinaria y además enseñaba la materia “Conducción del servicio”. Mientras ceba mate -como buena entrerriana- subraya:
“Fui parte de la formación de cinco camadas de oficiales veterinarios”. Luego de cinco años, tuvo un primer paso por el Regimiento de Granaderos a Caballo. Y allí conoció a su esposo, el teniente coronel D’Amico, aunque pasó algún tiempo para que su superior pasara a la categoría “novio”.

“Los veterinarios que formamos parte del Cuerpo Profesional del Ejército, luego de hacer seis meses de instrucción en el Colegio Militar, damos vueltas por las unidades más importantes de Buenos Aires: la dirección de Remonta y Veterinaria, el laboratorio que tenemos en Campo de Mayo, el Haras General Lavalle que está en Tandil, el haras Coronel Pringles que está en Pringles, el Regimiento de Granaderos y la Escuela Militar de Tropas Montadas.
Él era oficial de Granaderos y yo era pasante. Pero sólo teníamos un conocimiento protocolar. Cuando salieron los pases a fin de año, a los dos nos enviaron al Colegio Militar. Él era instructor de primer año. Después de tres años en los que él estuvo con los cadetes y yo con los caballos, el conocimiento fue más cercano (sonríe)”.

Primero fue un comentario en la cantina de oficiales que la sonrojó, y después, el celestino fue -no podía ser de otra manera- un caballo, el del propio teniente coronel D’Amico. Según cuenta la mayor Arozena, el pingo siempre tenía un problema. Así que las visitas se hicieron asiduas.
“‘Algo tiene’, me juraba. Ya lo veía venir por la tarde y le decía a un suboficial mayor que ahora está acá conmigo ‘Ay, no, por favor, decile que ya me fui’. Una y otra vez así… ‘lo revisé entero y no tiene nada’, le respondía yo. Al final, me confesó: ‘Mejor te digo la verdad. El caballo no tiene nada. El problema es el jinete’”.

El cortejo no fue sencillo para D’Amico, porque su rango es mayor al de Lorena. Sin embargo, ella explica que “él es más antiguo que yo, pero no estaba en relación de comando sobre mí, yo no dependía de él en lo laboral”. Aunque concede:
“Pero igual las jinetas son las jinetas…”. ¿Y en la casa, se dará vuelta la taba? Ella sonríe y lanza la respuesta: “Mi marido dice que ahí mando yo, pero no, siempre se hace lo que él quiere. Pero congeniamos bien, porque donde uno ajusta, el otro afloja”.

Se casaron en el 2007. Y al poco tiempo nació la primera de sus dos hijos, Milagros. Hoy, la joven tiene 16 años es una de las promesas del atletismo nacional: es campeona argentina de 100 metros llanos en su categoría, logró la medalla de plata en el Sudamericano de Paraguay en 2022 y con el tiempo que alcanzó (12´10¨) consiguió la marca mínima para disputar, en octubre, el Sudamericano en Ecuador.
También es campeona argentina de salto en largo, con una marca de 5,75 metros, y alcanzó la presea plateada en el mismo compromiso en Paraguay hace dos años. Después de todo, la joven heredó otra de las pasiones de su madre: Lorena es maratonista.

El segundo de sus hijos se llama Constantino y tiene 9 años. Su nombre no es casual. Luego de ser trasladados a Concordia (por rango, ella siempre debe acompañar el destino de su esposo), los enviaron a Chipre, donde Lorena fue parte de los Cascos Azules.
“Mi hijo nació acá, pero vino de ahí”, cuenta con picardía. “A él también le gustan los caballos. Le enseña mi esposo, que es instructor, pero todavía no se si le tira el uniforme. Que sea lo que le de felicidad”, señala.

La experiencia chipriota, dice, “fue única. Básicamente estuvimos para mantener el status quo que hay entre turcos y griegos. Ahí nada que ver con la veterinaria, me tocó ser ayudante del jefe de la Fuerza de Tareas, y mi esposo fue como jefe de la compañía. Compartí con otros ejércitos. Ver como trabajan abre la cabeza un montón.
Ellos destacan del Ejército Argentino que somos metódicos, ordenados, cumplidores y que no tenemos fricciones. Hay mucho personal de otros ejércitos que son deportados por incidentes y peleas. Acá no se conoce mucho que hace la Argentina con Naciones Unidas. Pero hacemos mucho. A nivel internacional, nuestro Ejército está muy bien conceptuado”.

Por ahora, la familia vive en Caballito, en un departamento que compraron con un crédito gestionado por el Ejército. Desde allí, cuando el clima es bueno, llega en bicicleta al Regimiento. Y entre los cuatro compatibilizan trabajos, estudios, entrenamientos y las tareas del hogar:
“Como todos somos un poco visitantes en casa, porque salimos seis y media de la mañana y volvemos a las ocho de la noche, el fin de semana trabajamos duro con las tareas domésticas y durante la semana, mantenemos”.

Este es su segundo año en Granaderos, y sabe que el pase le puede salir en cualquier momento, cuando a su marido lo nombren jefe de unidad. Es una vida trashumante, e implica un desafío familiar:
“No es fácil para ninguno el cambio de locación, pero elegí la carrera militar sabiendo que los pases son parte del combo. Cuando uno tiene chicos, cuesta sacarlos de su grupo. Si uno vive el pase como algo traumático, para los chicos es mucho más, es un desarraigo. Lo bueno es que hoy hay tecnología, hay videollamadas, las distancias se acortan un montón y hay promesas que cumplir, porque saben que los vamos a llevar con sus amigos cuando quieran. Muchas veces volvemos a Concordia o a Azul, donde también estuvimos destinados”.
En el caso de su hija, que es atleta de alto rendimiento, el tema es aún más complejo. “Por fortuna, el seleccionado de atletismo armó un plan para los chicos que cambian de ciudad, para que todos entrenen bajo los mismos lineamientos y que ese entrenador que lo reciba lo pueda seguir desarrollando en su carrera”.
 


Amor por los caballos

Luego de su familia, el amor más grande que tiene Lorena son los caballos: “Me gusta lo que transmiten. Es un animal muy empático, muy inteligente y libre. Pensemos que se hace equinoterapia para chicos con discapacidades. Las conexiones neuronales que se generan en el ser humano con solo el contacto del caballo no las genera otra especie.
Entonces, la satisfacción de trabajar con un caballo, de recuperarlo, de ver el resultado de aplicar lo que uno estudia en un libro es maravilloso. Dentro del Ejército tenemos esa posibilidad desde que nacen, comen, se acuestan, tenemos todo el ciclo. El ejército permite otro tipo de acercamiento con el caballo”.

Ella no tiene uno propio, pero monta el de su marido, que va a cada destino donde son destinados. El nombre del zaino colorado, de crines negras y lomo tostado, puede parecer curioso: Remonta Vaticano. Así son bautizados en los haras del Ejército: a cada año de nacimiento le corresponde una letra como inicial del nombre.
Explica Lorena: “Por ejemplo, al año 2010 le toca la letra T. Entonces, cuando nace uno, hay que agarrar un diccionario y buscar una palabra que comience con T”.

Como mencionamos, cuando desfiló no lo hizo con el caballo de su esposo, sino con una “yegüita alazana”, dice. Los códigos de Granaderos son estrictos. Los 208 caballos del regimiento -todos de producción de Remonta del Ejército- se dividen en cuatro escuadrones montados, que llevan el nombre de batallas ganadas por la Independencia en las que participó el regimiento: Riobamba, Junín, San Lorenzo y Maypo.
El primero sólo monta caballos criollos gateados. Los otros tres, raza silla argentina de pelaje alazán, tanto ruanos (más rojizos) como tostados. La Fanfarria, en la que montan los músicos, sólo acepta silla argentina de pelaje tordillo.
Además, hay dos escuadrones de a pie, Chacabuco y Ayacucho. De ellos salen los granaderos que integran la seguridad de la Casa de Gobierno, entre otras funciones.

El regimiento, en el barrio de Palermo, es como un oasis de paz en el bullicio porteño. Allí, junto a la veterinaria, están los establos con los boxes llenos de viruta donde se llevan por la noche los caballos (uno para cada escuadrón), los palenques al aire libre donde pasan gran parte del día, la pista de arena para las prácticas, las cuadras donde se guardan los aperos y los estandartes de cada escuadrón.
La mayor Arozena tiene su espacio: un brete para tratar a los animales, un sector bajo techo con luces infrarrojas para kinesiología, y un tablero donde lleva un minucioso detalle de las actividades.

El día que habló con Infobae, trató a tres caballos. A Tramontana, un tordillo de la Fanfarria, le revisó las patas. A Simétrico, el tordillo del jefe del regimiento (el Coronel Matías Jorge Mones Ruiz), le miró el estado de las espuelas. A Tirso, un alazán del Escuadrón Junín, le comprobó la dureza del casco con una pinza de tentar. Los tres se llevaron un terrón de azúcar como dulce recompensa.
Por supuesto, no está sola. Junto a ella trabaja un equipo que conforman la médica veterinaria Cecilia Serdán, la teniente 1era. veterinaria Katerina Dubowik, el suboficial mayor enfermero veterinario Marcelo Torres, el Sargento 1ero. enfermero veterinario Alejandro Díaz y el Cabo enfermo veterinario Luciano Irigoyen.

Para Arozena, el mayor desafío con los caballos es la nutrición. Y lo explica: “El estómago del caballo genera mucho ácido. En un campo, ellos pasan el 80% del tiempo agachados y comiendo pasto para apagar esa acidez que les quema, un fuego permanente.
Aquí les damos de comer a las 5 de la madrugada, a las 12 del mediodía y a las 7 de la tarde para llevar un poco de normalidad a ese aparato digestivo. Y los hacemos abrevar sí o sí. Antes, el primer racionamiento era a las 6 y el último a las 18. Doce horas de ayuno era un infierno para ellos. Yo vine el 24 de enero de 2023. El 2022 terminó con 67 cuadros abdominales digestivos. Los redujimos a 17.

El otro momento crítico es cuando uno de los caballos muere. “Una cosa es cuando parten solos, aunque eso pocas veces lo vemos porque acá tienen una vida útil y luego se retiran. El regimiento tiene un establecimiento en Campo de Mayo, llamado Los Talas, donde están sueltos.
Cuando me toca aplicarles la eutanasia, es porque con los medios que tenemos no podemos hacer nada más por ese caballo. Por supuesto que primero se habla con el Jefe del Regimiento. Pero, por ejemplo, en el escuadrón San Lorenzo tengo un caballo que estuvo fracturado, pero cerró bien y desfila”.

Para la veterinaria, más allá de la relación histórica entre el Ejército y los equinos, el servicio que prestan es fundamental. Por ejemplo, llegar a sitios casi inaccesibles:
“En épocas de elecciones, en Salta se llevaron las urnas a lomo de mula, a lugares donde las camionetas del Correo no pueden alcanzar. Y lo mismo sucedió ahora, en el temporal que hubo en la Patagonia, donde las mulas abastecieron a la gente que estaba aislada. Más allá de nuestra actividad de ceremonial y protocolo, nuestro servicio ayuda a mantener operativas muchas zonas del país”.

 


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