"Portal a los Hielos Eternos" |
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Ocurría esto durante el reinado de Carlos III; la Colonia del Sacramento se hallaba, a la sazón, en poder de los portugueses; al Virrey Vértiz tocó la misión de rescatarla para España y don Juan de San Martín tomó parte activa y gloriosa en la empresa.
Son, sin duda, estos méritos los que proporcionan rápidos ascensos al pundonoroso militar.
En 1767 es promovido al grado de Oficial Mayor (hoy diríamos Comandante); en el año 1770 contrae matrimonio con doña Gregoria Matorras del Ser, oriunda de Paredes de Navas, en Castilla la Vieja; en 1775 pasa a desempeñar el cargo de Gobernador del Departamento de Yapeyú (territorio de Misiones) en la orilla derecha del río Uruguay. Allí nace, de este matrimonio, José de San Martín, el futuro héroe de la Independencia americana. Es el quinto hijo de Gregoria Matorras y Juan de San Martín.
En un hogar cristiano, en una comarca por entonces tranquila, en una naturaleza exuberante, con la desbordante magnificencia de las selvas tropicales, que cruza, en aquel lugar, la majestuosa corriente del Uruguay, transcurre la primera infancia de José de San Martín.
Una infancia, si intensa en sensaciones, en profunda comunicación con el paisaje y la tierra en torno, en cambio extremadamente breve. Aprende las primeras letras en Buenos Aires; y cuando cuenta seis años de edad sus padres regresan a España, llevándolo con ellos. En su calidad de hidalgo, no tarda en ingresar en el Real Seminario de Nobles, de Madrid. Ha cumplido apenas once años (1789) cuando se incorpora como cadete en el regimiento de Murcia e inicia su carrera militar.
El mundo que ahora le rodea es muy distinto de aquel en que abriera los ojos y transcurrieran sus primeros años: otra vida, otras gentes, incluso otros acentos.
Sus biógrafos más agudos y autorizados no dudan, sin embargo, de la semilla de americanismo que fructifica en el corazón de José de San Martín desde su más temprana edad. “El no había hecho sino nacer en el suelo de América - dice Vicuña Mackenna -, pero su organización moral, semejante a esas robustas semillas que no se desvirtúan bajo ningún clima, llevaba en sus entrarías el germen del más ardiente y exaltado americanismo".
Es, sin embargo, José de San Martín, en esta primera juventud, un oficial del ejército español, y es al servicio de España como hace sus primeras armas y recibe su bautismo de fuego.
Los tiempos son turbulentos y agitados, y no le faltan, ciertamente, al hombre arrojado ocasiones para hacer su aprendizaje del arte de la guerra y demostrar con hechos su concepto del honor. Sólo cuenta el cadete San Martín quince años cuando figura entre los defensores de Orán contra un ataque de los moros.
Poco después se distinguirá en la heroica defensa de Colliure; tomará parte en la campaña contra Portugal, a título de ayudante de órdenes del General Solano, y, en 1797, formará parte de la dotación de la escuadra española en batalla con una potente fuerza naval inglesa.
En el año 1804 San Martín es ascendido a Capitán y destinado a Cádiz. Allí fue, indudablemente, donde tuvo ocasión de conocer y tratar a un grupo de jóvenes americanos - especialmente a Bernardo O'Higgins -, cuyo contacto despertaría en él, con mayor fuerza, aquel recuerdo nunca extinguido de la lejana patria de su nacimiento; y esa chispa de amor por la cuna del otro lado de los mares; y esas ansias de independencia, que los tiempos parecen (no se olvide que nos hallamos al día siguiente de la Revolución francesa) tan propicios a avivar.
Más la hora es difícil, amenazadora también para la independencia española, y San Martín cumple el deber que le dicta esa hora de España.
La invasión napoleónica es un hecho: no es difícil adivinar que el supuesto tránsito hacia Portugal de las tropas francesas constituye de hecho una ocupación en regla; la torpeza, las vacilaciones y disensiones de la familia real, de un lado, y la ambición del Corso, de otro, han sentado ya en el trono de España a un rey francés; tampoco hay que ser zahorí para augurar el levantamiento del pueblo, que no se hace esperar. En efecto, en 2 de Mayo de 1808, la gesta de los artilleros Daoíz y Velarde, en Madrid, es la señal del levantamiento de la nación entera contra el invasor. Esta será la primera guerra de independencia en que luche San Martín.
Y se lanza, desde un principio, a esta lucha contra el invasor con decidido ardor de soldado y patriota.
Es paradójica, sin duda, al parecer, la actitud de José de San Martín en este momento de su vida y de la Historia; contradictorio, en opinión de muchos, el doble impulso que le lleva, de una parte, a sostener activa correspondencia con quienes sueñan, al otro lado de los mares, con la libertad de las naciones americanas, ansiosas por emanciparse de la Madre España, y, por otra parte, a defender, con la espada en la mano, la independencia de esta misma España materna contra el invasor. Y, sin embargo, ¿no es una la generosidad, uno el impulso de libertad y de justicia patria que le mueve, tanto en el sueño de lo lejano como en el heroísmo de lo inmediato ? Difícil destino el del hombre honrado, sincero consigo mismo, que se encuentra, un día, frente a tal dilema, en la encrucijada de tal dualidad.
En los primeros días del levantamiento del pueblo contra los franceses, presencia José de San Martín uno de los más terribles episodios de la ira popular desencadenada, de la que está incluso a punto de ser víctima.
Ya se ha dicho que San Martín es ayudante del General Solano, marqués del Socorro, a la sazón Gobernador de Cádiz. Por su desdicha, el marqués se hizo sospechoso de afrancesado y condenó el levantamiento; cuando las turbas quisieron asaltar el Gobierno Militar, San Martín se puso, como era su deber, al frente de la guardia, defendió la Comandancia y salvó, por el momento, la vida de su General.
Poco después, sin embargo, los amotinados capturaban al General Solano en una casa contigua, donde se había refugiado, y no tardaron en arrastrar su ensangrentado cadáver por las calles de la ciudad, como trofeo de victoria. Por su parte, el Capitán Ayudante José de San Martín, a quien también buscaban los sublevados, pudo salvar su vida gracias al teniente Coronel don Juan de la Cruz Murgeon, que le ocultó y salvaguardó en tan peligrosas circunstancias.
Y, sin embargo, nadie, en esté terreno, menos sospechoso que el joven Capitán. No en uno, sino en cien encuentros contra el francés, le hallamos peleando como un león. A él se debe, principalmente, en 23 de Junio de 1808, la acción afortunada de Arjonilla, con la derrota de la tropa napoleónica.
En la gloriosa batalla de Bailán pone a prueba su valentía y recibe una medalla de honor; en la de Albuera (1811) es promovido al grado de Teniente Coronel de Caballería, ascenso que se le otorga, por los méritos desplegados en la acción, sobre el mismo campo de batalla. Poco después, libre España de invasores, es destinado al regimiento de Dragones de Sagunto.
Pero en este momento, la carrera del heroico militar español San Martín se quiebra como tal. No es una deserción: es un cambio de rumbo. O, mejor, una ciega obediencia al mandato del destino. “Su papel de soldado de la libertad española ha concluido - dice R. M. Quintana -; allá lejos le espera una misión histórica al servicio del país que le vio nacer.”
A fines de ese mismo año de 1811 José de San Martín está en Londres. Ha quedado tras de sí sus naves; se ha liberado de toda obligación con el ejército español y con España. Va a convertirse en caudillo de lejanas y jóvenes naciones, en Libertador de un continente; por el momento, sin embargo, es sólo un conspirador oscuro en una ciudad extranjera.
En Londres entra en relación con los venezolanos Luis López Méndez y Andrés Bello, el mexicano Servando Teresa Mier, los argentinos Carlos Alvear y Matías Zapiola. Estos le acompañan en su regreso al país de su nacimiento: el 9 de Marzo de 1812 desembarcan juntos en la ciudad de Buenos Aires.
La Revolución americana reconoce inmediatamente a San Martín su grado de Teniente Coronel y le confía, para empezar, la misión de organizar un escuadrón de caballería, el de los que luego han de ser famosos granaderos a caballo, los que escribirán con sus hazañas la verdadera epopeya de la Independencia americana, el cuerpo que recorrerá triunfalmente toda América, desde el Plata al Chimborazo, el que dará más ilustres jefes al ejército argentino.
Antes de que esto llegue, la, misión de San Martín se extiende ya a la formación de un verdadero ejército, organizado, disciplinado, armado. El primer verdadero ejército de la libertad americana es, indiscutiblemente, obra de San Martín, desde ese primer día. Lo que resulta tanto más maravilloso si se piensa que él era, en su propia patria, un recién llegado, un perfecto desconocido, sin parientes ni amigos.
¿Cuáles eran, entonces, sus credenciales para la espinosa y difícil misión que se le confiaba ? Sin duda, las de sus propias virtudes, las que le acompañaron toda la vida, como señala Ballesteros y Beretta.
“Era sobrio, metódico, paciente, sereno, lleno de calma y ecuanimidad - explica este insigne historiador -. La austeridad, la nobleza de intenciones, la pureza de los principios, el desinterés, la abnegación, y otras mil más pequeñas cualidades completan la figura eminente de este caudillo de la Revolución americana.
Organizador por excelencia, no descuida los detalles, siquiera los más pequeños; minucioso y precavido, fraguaba los proyectos lentamente, preparaba los medios con tenacidad y sin desmayo, y preveía los efectos a larga fecha” (Historia de España – Salvat Editores).
Todas estas cualidades de San Martín se ponen de manifiesto por vez primera en el combate de San Lorenzo (3 de Febrero de 1813), trabado cerca del monasterio de este nombre, situado en la orilla izquierda del Paraná. En ese lugar de San Lorenzo reciben su bautismo de sangre y fuego los granaderos de San Martín. Es la primera victoria del hijo de América en tierra americana.
Nombrado Coronel Mayor, en premio a ella, San Martín es destinado al mando del ejército del Alto Perú. Es una tarea titánica; el país es vastísimo; el ejército todavía pequeño e inconexo, aún no bien disciplinado; las comunicaciones difíciles, cuando no imposibles. Ante la evidencia de que la ruta del Alto Perú es impracticable, San Martín concibe la osada idea de atravesar la Cordillera de los Andes, libertar a Chile e invadir el Perú por vía marítima. No se trata ya de emancipar a una sola nación, sino a todas sus hermanas; literalmente, a un mundo.
Es preciso adoptar tácticas nuevas, distintas y más vastas. San Martín escribe, por aquellos días, a un amigo suyo, Nicolás Rodríguez Peña: “La patria no hará camino por este lado del Norte, como no sea en una guerra puramente defensiva. Ya le he dicho a usted mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para acabar con la anarquía que en todo el país reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima. Ese es el camino y no este que ahora se sigue, mi amigo. Convénzase usted de que, hasta que no estemos sobre Lima, la guerra no acabará”. (Tucumán, 12 de Abril de 1814).
Estas palabras habían de ser proféticas. Nada, sin embargo, parece darles base. La situación del país - de los países - es verdaderamente crítica. Nombrado Gobernador intendente de la provincia de Cuyo (agosto de 1814), se instala San Martín en Mendoza, donde empieza a reunir a los llaneros, al objeto de formar ese ejército autóctono de liberación con el que sueña. Mejora la administración civil de la provincia, se hace querer de cuantos le rodean; la gentes del llano, al conjuro de su influencia, aportan a la causa de la libertad hombres, ganados y tesoros. Mas ¿es posible que, ni aun con todo esto, llegue a realizarse esa loca empresa de cruzar los Andes? Los políticos de Buenos Aires se asustan o escandalizan ante la magnitud de la tarea. Pero cuando Alvear destituye a San Martín de su cargo de Gobernador, el Cabildo y su pueblo se niegan resueltamente a recibir al substituto y San Martín es confirmado en su cargo.
Hasta 1816 permanece en Mendoza, realizando una labor agotadora, minuciosa, indescriptible. En el campamento del Plumerillo, bajo la hábil dirección de fray Luis Beltrán, se funden cañones, fusiles, espadas. Los propietarios de la provincia de Cuyo ceden sus esclavos a San Martín para que vayan a engrosar el ejército expedicionario; los indios pehuenches prestan su colaboración al futuro libertador. En algunas regiones de Chile aparecen partidas insurgentes. En la tropa improvisada de San Martín, al lado del abogado marcha el pastor de ovejas.
Esta abigarrada tropa alcanza, en Septiembre de 1816, los 2.000 hombres; a fines de año se ha duplicado. Tiene por estandarte el azul y el blanco de la Virgen del Carmen; al mando de San Martín, cuenta con aguerridos oficiales. ¿Para qué aguardar más? San Martín tiene, de nuevo, la intuición de su destino, la sensación de que la hora ha llegado al fin.
En el mes de Enero de 1817 se emprende la pasmosa aventura, y el ejército inicia su marcha para atravesar la cordillera. San Martín lo ha divido en tres cuerpos, que por diversas gargantas han de cruzar los Andes. Con precisión matemática se realizan las sabias combinaciones estratégicas que darán por resultado la liberación de Chile. ¿Qué importan los rigores de la temperatura invernal en aquellas profundísimas gargantas, qué la fatiga, la enfermedad ni el hambre? Las tres columnas avanzan, día y noche, hacia su osado objetivo; no faltan escaramuzas en la ruta, pero la táctica despegada por San Martín en el famoso “paso” será elogiada por todas las escuelas militares del mundo y su figura será siempre evocada.
El más grave tropiezo lo encuentran los expedicionarios a mediados de Febrero en la cuesta de Chacabuco. En el camino de Aconcagua cierran el paso al ejército de San Martín unos 2.000 realistas al mando del Brigadier Maroto. Mas San Martín conoce a tiempo la posición del enemigo y planea, con precisión certera, un ataque simultáneo de flanco y de frente. Entablado el combate el 12 de Febrero, los realistas se mantienen firmes, resistiendo con entereza los embates de las tropas libertadoras. El valor derrochado por uno y otro adversario prolonga la lucha, mas, finalmente, el citado ataque de flanco obliga a los realistas a ceder el campo.
Maroto retrocede hasta Santiago; los restos de su ejército capitulan en la hacienda de Chacabuco. Las tropas expedicionarias continúan su marcha victoriosa hacia la capital y, como final del parte que ponía feliz remate a tan señalada jornada, escribe San Martín las siguientes memorables palabras:
“Al ejército de los Andes queda para siempre la gloria de decir: en veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras mas elevadas del Globo y dimos la libertad a Chile.”
Llegado el ejército vencedor a la capital, el cabildo abierto de Santiago proclama Dictador Supremo del territorio al General San Martín. Pero él no acepta.
Toda la existencia de José de San Martín es un constante tira y afloja entre el impulso y el renunciamiento. Donde el peligro, la dificultad, la necesidad le impulsan a avanzar, a vencer, el objetivo conseguido, la victoria alcanzada, el provecho próximo y la gloria al alcance de la mano le dejan frío, indiferente y le inclinan a renunciar olímpicamente. La renunciación parece el lujo supremo de este espíritu selecto, siempre tan rico en el dar como parco en el pedir. Por otra parte, su existencia se ciñe a la sencillez más absoluta y austera. He aquí cómo, punto por punto, la describe uno de sus biógrafos más notables.
“Se levanta de madrugada a trabajar hasta el mediodía - dice -; almuerza de pie y su ración consiste en puchero, postres caseros, dos copas de vino y una taza de café; fuma un cigarro negro, al que es muy aficionado; duerme una breve siesta bajo el corredor de su casa, sobre cuero crudo, porque es muy fresco; se levanta después para seguir trabajando hasta la noche, en que su cena es frugal. Durante la jornada conversa y escribe; revisa hombres y animales; inquiere armas, provisiones y utensilios en el campamento; sale, a veces, por el campo a conocer la tierra y las gentes. En la velada familiar juega una partida de ajedrez y a las diez de la noche se retira a dormir.”
Este cuadro coincide muy bien con la conocida y bellísima semblanza trazada por José Martí, cuando dice:
“San Martín, grande y sereno, alto y de tez obscura; de soberanos, penetrantes ojos; de selvoso y negrísimo cabello; la nariz prominente y aguileña; los labios finos, llenos siempre de enérgicas y vívidas palabras; y en su levita azul con charreteras y pantalones de galón de oro, militar imperante, austero y culto, de tan visibles dotes, que con oírle hablar aparecía su superioridad considerable entre, sus contemporáneos, y tan tierno y profundo en sus afectos, que, de ver tan grande hombre, se consolaban los demás de serlo.” Y, sobre todo, cuando añade: “Triunfó sin obstáculo, por el imperio de lo real aquel hombre que se hacía el desayuno por sus propias manos, se sentaba al lado del trabajador, veía porque herrasen la mula con piedad, daba audiencia a las muchas gentes que a verle venían en la cocina - entre puchero y el cigarro negro -, dormía al aire, en un cuero tendido.”
Uno de sus renunciamientos lo detalla Carlos R. Centurión:
“En 1812, como jefe del Regimiento de Granaderos a caballo, renunció a la mitad de su escaso emolumento a favor del Estado. Es el principio de una cadena de honor que hoy es orgullo del ejército argentino. En los comienzos de 1815, el Directorio lo designó General de brigada, en despacho firmado por Alvear. El agraciado declinó el ascenso, expresando en una carta famosa: jamás aceptaré nuevos ascensos. Vencida España, haré dejación de mi empleo para retirarme a pasar mis enfermos días en la soledad”.
“En 1816 - continúa la enumeración - renunció a la mitad de su sueldo como Gobernador de Mendoza. En la misma época se negó a aceptar la donación de doscientas cincuenta cuadras que el Cabildo de aquella ciudad hiciera a su hija Mercedes, sugiriendo que se reservasen dichos terrenos para premiar a los oficiales del Ejército de los Andes que se distinguiesen al servicio de la patria.”.“En 1817, después de Chacabuco, San Martín fue elegido para ejercer el gobierno de Chile. Fiel a su norma, declinó el honor. Fue electo, en consecuencia, el General Bernardo O'Higgins como director de su patria.”
“En días posteriores a aquella victoria, el Libertador resolvió emprender un viaje a Buenos Aires. El Cabildo de Santiago, al ser informado, votó la suma de diez mil pesos para obsequiarle como viático. El premiado rehusó el obsequio y “destinó el dinero para la creación de una biblioteca pública que perpetúa la memoria de la Municipalidad". “La ilustración y el fomento de las letras - dijo entonces - es la llave maestra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los pueblos.” “El Gobierno de Buenos Aires, con motivo de recibir el parte y los trofeos de Chacabuco, comunicó a San Martín su ascenso a Brigadier General. El héroe declinó nuevamente el honor.
El Cabildo de Santiago, atento a que el Libertador había rechazado la suma a que ya hicimos referencia, insistió en su propósito y le donó una chacra en la vecindad aledaña de aquella ciudad. Y esta vez aceptó el obsequio, más para que se destinase una parte de sus productos al hospital de mujeres y otra a costear un vacunador para combatir la viruela. Por dos veces, además, hizo renuncia al cargo de comandante en jefe del Ejército de los Andes, antes de la campaña del Perú, y, conquistarla la independencia de este país, en Agosto de 1821 prometió hacer lugar al gobierno que los pueblos del Perú tuviesen a bien elegir, cuya forma y modo determinarán los representantes de la nación peruana, promesa que cumplió un año después.”
Después de Chacabuco, no es, pues, San Martín quien queda al frente de los destinos de Chile, sino su amigo y compañero de armas, el chileno O'Higgins. El será quien firme el Acta de declaración de la Independencia chilena (2 de Febrero de 1818) y la lea solemnemente ante las tropas. Pero la resistencia del ejército realista es, en Chile, más obstinada que en parte alguna.
Y el anhelo de libertad de los “Independientes” no se detiene ante ninguna posible frontera: les es preciso ir siempre más allá, más allá. La misión de San Martín no ha terminado con el paso de los Andes: ahora es nombrado Generalísimo del que se denomina “Ejército Unido de los Andes y de Chile”, y, aunque se encuentre enfermo y algo cansado, su estrella no le permite reposar.
El 19 de Marzo de 1818, hallándose acampados los “soldados de la libertad” en la llanura de Cancha Rayada, caen sobre ellos, de noche y por sorpresa, cuatro mil realistas al mando del intrépido Ordóñez. La derrota es inevitable y el descalabro de las tropas de América muy serio. O'Higgins queda herido y San Martín realiza esfuerzos sobrehumanos para reunir a los dispersos y continuar adelante. Aún no está todo perdido; aún puede reorganizarse el “Ejército Unido” con unos cinco mil valientes. La única consigna posible es avanzar siempre, avanzar.
“El sol que comienza a asomar en la cordillera va a ser testigo de nuestra victoria.”
Son palabras de San Martín, al romper el alba del día 5 de Abril de 1818, en la árida y desierta llanura de Maipú.
En ese lugar y en ese día se juegan, en efecto, los destinos del movimiento liberador. Se ha considerado, no sólo histórica, sino también científicamente, ésta de Maipú la primera gran batalla americana. “Por las marchas estratégicas que la precedieron - ha dicho un ilustre técnico en la materia -, como por las hábiles maniobras tácticas sobre el campo de batalla, así como por la acertada combinación y empleo oportuno de las armas, es militarmente un modelo notable.” De una y de otra parte, así por los realistas españoles al mando de Ordóñez y de Morla, como por los soldados de la Independencia conducidos por San Martín y por O'Higgins, se derrocharon en los llanos de Maipú ardimiento y heroísmo. El ocaso vio, en efecto, la victoria del “Ejército Unido”, que afianzaba así la independencia de Chile. Consecuencia inmediata de la batalla de Maipú sería la de Boyacá; más tarde sólo podrá, en trascendencia, equiparársele la de Ayacucho, que dará fin a la emancipación de la América que un día fue española.
La independencia de Chile, sin embargo, no basta. América es una, esta América que se cree mayor de edad y ansía emanciparse. Hay que llevar el aliento de la independencia, la buena nueva de la libertad, siempre más allá, más allá. “Hasta que no estemos sobre Lima, la guerra no acabará” - había dicho San Martín-. Es preciso, indispensable, pues, pasar al Perú. La empresa es larga, penosa, y está erizada de peligros y dificultades. Se necesita, para acometerla, nada menos que una escuadra, y los expedicionarios apenas si cuentan con una fragata mercante inglesa, adquirida con esfuerzo merced al tesoro naciente, y un bergantín español apresado a los hispanos en Valparaíso.
En este mismo puerto, sin embargo, llega a embarcar un día el ejército de San Martín (20 de Agosto de 1820) rumbo a las costas del Perú. Desembarcado en las playas de Pisco, una división se interna por las sierras, levanta a las poblaciones, que en su mayoría van uniéndose a la causa de la independencia americana, y, al mismo tiempo que el cuartel General se instala en Huaura, un hábil trabajo de zapa por parte de los invasores va minando incluso las propias filas realistas. ¿A qué seguir? Lima, la Ciudad de los Reyes, está seriamente amenazada un año después; las insurrecciones de los limeños contra el Virrey se suceden un día y otro día; en el verano de 1821 se inician, por parte de España, negociaciones para pacificar el Perú, y en la hacienda de Punchauca se entrevistan San Martín, el caudillo argentino, y La Serna, el Virrey español.
San Martín abraza al Virrey, su contrincante, con estas nobles palabras: “Mis deseos están cumplidos, General, pues uno y otro podemos hacer la felicidad de este pueblo.” En apoyo de estas palabras, mientras se cumplía como condición indispensable la independencia del Perú, unida a la de sus hermanas de América, San Martín no regatea soluciones.
Propone, entre otras, y en honor de La Serna y de España, la formación de una regencia de tres miembros presidida por el virrey y el envío a España de dos representantes que gestionarán el establecimiento de una monarquía constitucional en el Perú. Pero el tiempo se pierde en inacabables dilaciones, la aceptación no llega, y los contendientes toman de nuevo las armas. El Virrey se ve obligado ci abandonar Lima el 6 de Junio de 1827, confiando a la hidalguía de San Martín más de mil enfermos que quedaban en la capital.
Es en este momento de su historia y de la Historia cuando el destino de San Martín se cruza con el de Bolívar.
Bolívar entró en la ciudad de Guayaquil el 11 de Julio de 1822. La victoria de Pichincha, lograda por sus huestes, le abría las puertas de la ciudad; el Cabildo y la Asamblea, por libertador le reconocen y proclaman. Pocos días después, el 25 de Julio, arriba San Martín al puerto de Guayaquil en la fragata Macedonia.
No sólo su aportación a la causa de la independencia americana ha sido portentosa, sino que sus contingentes de soldados han engrosado, con frecuencia, las fuerzas de Bolívar, y algunos jefes ilustres que operan en Venezuela y Colombia (así el Coronel Lavalle, el General Santa Cruz y otros) proceden de las filas de San Martín. Mas la política, los partidismos e intrigas envenenan el ambiente, y el país fluctúa entre sanmartinistas y bolivaristas.
He aquí algo de lo que jamás se haría responsable José de San Martín. Es algo en lo que todos los historiadores y biógrafos están de perfecto acuerdo. El mismo, muchos años después, en 1848, y en carta al General Ramón Castilla, presidente del Perú, así decía, como en un testamento autobiográfico: “En el período de diez años de mi carrera pública, en diferentes mandos y Estados, la política que me propuse seguir fue invariable sólo en dos puntos, a saber: Primero, de no mezclarme en absoluto en los partidos que alternativamente dominaron en aquella época en Buenos Aires, a lo que contribuyó mi ausencia en aquella capital por el espacio de nueve años.
El segundo punto fue el de mirar cc todos los Estados americanos, en que las fuerzas de mi mando penetraron, como Estados hermanos, interesados todos en un santo y mismo fin. Consecuencia de este justísimo principio, mi primer paso era hacer declarar su independencia y crearle una fuerza militar propia que la asegurarse.” (José Pacífico Otero: “La ideología de San Martín”, 1934).
Al embarcar en Valparaíso para libertar al Perú, proclamaba: “El General San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia Sudamericana.”
No derramar la sangre de sus compatriotas. He aquí algo que importa puntualizar en la famosa entrevista con el gran Bolívar. En ella, desde luego, Bolívar le ha recibido cordialmente, pero no ha dejado de apresurarse a señalar que Guayaquil se halla en suelo de Colombia. Bolívar es ambicioso; San Martín no lo es. Bolívar quiere ser único y absoluto; San Martín lo quiere todo para América y nada para sí. No hay que decir que la suerte está echada.
La entrevista duró, sin embargo, más de dos horas y media. ¿Qué ocurrió en ella? Todos los historiadores de América han tratado largamente de este hecho; he aquí cómo se refiere a él Sarmiento, que se lo oyó contar al propio caudillo argentino:
“San Martín creyó haber encontrado la solución de sus dificultades - dice - y como si contestase al pensamiento íntimo del Libertador, le dijo “Pues bien, General; yo combatiré bajo vuestras órdenes. No hay rivales para mí cuando se trata de la independencia americana. Estad seguro, General, venid al Perú; contad con mi sincera cooperación; seré vuestro segundo.”
“Mas Bolívar – añade un comentarista – pareció vacilar un momento, y, en seguida, como si su pensamiento hubiera sido traicionado, se encerró en el círculo de imposibilidades constitucionales que levantaba en tomo de su persona, y se excusó de no poder aceptar tan generoso ofrecimiento. La hora mala, la hora obscura, la hora aciaga de San Martín había sonado. No seria el, ciertamente, menos grande en la sombra de lo que había sido a la :radiante luz.”
“Bolívar y yo no cabemos en el Perú – escribe él mismo a un amigo íntimo–. He comprendido su disgusto por la gloria que pudiera caberme en la terminación de la campaña. El no excusaría medios para entrar en el Perú, y tal vez no pudiese yo evitar un conflicto. Que entre, pues, Bolívar en el Perú; y si asegura lo que hemos ganado, me dará por muy satisfecho, porque, de cualquier modo, triunfará América.”
La estrella de San Martín, al parecer, ha declinado. El 20 de Septiembre de 1822 rinde su mando ante el Congreso Constituyente Peruano. Atraviesa Chile en la mayor penuria y seriamente enfermo. Pasa a Mendoza, donde reside unos meses y donde recibe las más tristes noticias de toda su existencia.
Su amigo O'Higgins ha sido arrojado de Chile; Bolívar se ha constituido Dictador: en el Perú, desgarrado por la guerra civil; en Buenos Aires se le llama cobarde, y su joven esposa, doña Remedios de Escalada de San Martín, acaba de morir (Agosto de 1823). Sin vacilar ni un día, San Martín va a buscar a su hija y con ella embarca rumbo a Europa.
No puede volver a España; pasa a Bélgica y luego a Francia. Su salud es precaria; su situación económica, todavía más. Un hombre sin patria; un soldado de fortuna. sin contrata. (No obstante, jamás en todo el transcurso de su existencia fue tan grande como en esos años de su oscuridad y su dolor).
Todavía, sin embargo, encuentra en su soledad un verdadero amigo: don Alejandro Aguado, marqués de las Marismas (1785-1842), militar, industrial y banquero, que en su primera juventud fue compañero de San Martín en las campañas contra las tropas de Napoleón. Aguado se muestra generoso con su amigo y le regala una quinta en la aldea de Grand-Bourg, a orillas del Sena. Transcurren allí, en la oscuridad, los últimos años de su vida. Es una total noche obscura. Su muerte, también obscura y recatada, no ocurre allí sin embargo, sino en Boulogne-Sur Mer, el día 17 de Agosto del año 1850.
Por el momento su muerte pasa inadvertida. Poco a poco, no obstante, la luz empieza a hacerse en tomo a la memoria del hombre de los Andes y de Maipú, del caudillo de la independencia americana. Su patria le hace justicia y su bibliografía crece sin cesar, formando verdaderas montañas de papel manuscrito o impreso, en que se estudian, no sólo sus hechos, sino también las cualidades de su carácter. He aquí cómo le ve el gran historiador americano Bartolomé Mitre en su obra titulada Historia de la Independencia Sudamericana:
“El carácter de San Martín – dice – es uno de aquellos que se imponen a la Historia. Su acción se prolonga en el tiempo y su influencia se transmite a la posteridad como hombre de acción consecuente. El germen de una idea por él incubada se deposita en su alma y es el campeón de esa idea.
Como General de la hegemonía argentina primero, y de la chileno-argentina después, es el heraldo de los principios fundamentales que han dado su constitución internacional a América, cohesión a sus partes componentes y equilibrio a sus Estados independientes. Fiel a la máxima que reguló su vida, fue lo que debía ser, y, antes que ser lo que no debía, prefirió no ser nada. Por eso vivió en la inmortalidad.”
Nosotros preferimos, sin embargo, a cuantas páginas se hayan escrito sobre el Libertador argentino, esa tan breve y tan sencilla en que el poeta Martí resume de este modo toda su existencia:
“Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial, seco y tostado, que vestía uniforme blanco y azul; se fue sobre él, y le leyó en el botón de la casaca el nombre del cuerpo: “¡Murcia!” Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue a Maipú a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniformes de palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó; cedió a Simón Bolívar toda su gloria; pasó solo por Buenos Aires; se fue a Europa, triste; murió en Francia, con su hija Mercedes de la mano, en una casita llena de flores y de luz. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla; le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajera a América hace cuatro siglos, y él le regaló el estandarte, en su testamento, al Perú.”
He aquí la curiosa, vieja y bellísima divisa que campeaba en el blasón heráldico de la familia de San Martín. De estirpe de labradores y soldados, el padre del Libertador, don Juan de San Martín, era un militar español, oriundo de la provincia de Palencia, nacido en el pueblo de Cervatos de Cueza, en 1726, y enviado en 1765 a Buenos Aires para unirse al ejército de la metrópoli.
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