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Río 2016: Todo comenzó con el cocinero
 


Imagen que ilustra los Juegos Olímpicos atenienses, donde por tradición los corredores llegaron a competir desnudos.

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  • Una carrera de solo 192,28 metros de extensión. Así de humilde, así de simple, así de breve fue el inicio de los Juegos Olímpicos. Una prueba modesta que tuvo un ganador modesto: un cocinero de la región de Élide llamado Coroebo (o Koroibos o Choroebus, según las diferentes traducciones). En el año 776 antes de Cristo, corrió más rápido que ninguno la distancia de “un estadio” y volvió a su ciudad coronado de olivo. ¿Fue el cocinero el primer campeón en la primera olimpiada?.

    Muchos historiadores sostienen que Coroebo no se consagró como el vencedor inaugural, sino que su nombre fue el primero en quedar grabado en la piedra a la cabeza de una larga serie de héroes, también registrada en poemas de autores como Homero o Píndaro. La carrera a pie formaba parte de una variedad de ritos religiosos y culturas que se desarrollaba cada cuatro años, a lo largo de seis días, en una planicie situada junto al santuario de la ciudad de Olimpia, famosa por su templo dedicado a Zeus, 1 de las 7 maravillas de la antigüedad. Se estima que la prueba pedestre había comenzado a disputarse al menos 150 años antes de Coroebo, aunque sólo son conjeturas. Una leyenda asegura que la primera competencia fue organizada por Atleo, rey de Élide; la región donde se encontraba Olimpia; entre sus hijos, para determinar a su sucesor. La palabra “atleta” deriva, justamente, de Atleo.

    Más allá de su origen, después de la victoria del cocinero, los juegos se consolidaron y, a través de sus sucesivas ediciones, crecieron en cantidad de participantes, que llegaban primero desde todos los rincones del mundo heleno y, más tarde, desde las distintas provincias del imperio romano. Asimismo, a la sencilla carrera de 192,28 metros se agregaron otras pruebas:

    • 2 estadios (llamada diaulio, de 385 metros),
    • 4 estadios (769),
    • 8 (1.538) y
    • hasta 24 estadios (conocida como dólico, de 4.614 metros).
    Luego aparecieron el pentatlón (una competencia que combinaba 5 disciplinas: carrera, lanzamiento de disco y jabalina, salto en longitud y lucha),
    • la hoplitodromía (carrera vistiendo armadura y cargando una lanza y escudo),
    • el pugilato y
    • las cuadrigas tiradas por caballos.
    El boxeo comenzó sin diferencia de categorías por peso ni protección de ningún tipo en manos ni cabeza. Los duelos no tenían límite de asaltos y terminaban por nocaut o por abandono de uno de los combatientes. Con los años, se incorporaron tiras de cuero para proteger las manos y hacer más contundentes los golpes. Algunos pugiles agregaban a las correas pequeñas piedras, fragmentos de plomo o astillas de madera para causar más daño a sus contrincantes. Las peleas generaron tanta pasión entre el público que se agregó un nuevo tipo de contienda, diseñada especialmente para los que disfrutaban con la sangre: el pancracio, una suerte de “vale todo”, incluidos mordiscos, asfixia, patadas a los testículos y hasta hundir los dedos en los ojos del rival. El agregado de nuevas disciplinas deportivas extendió, al mismo tiempo, el calendario olímpico, que llegó a los 7 días.

    Desde su inicio, los Juegos fueron concebidos como un período de recogimiento espiritual y religioso. Poco después, se los invistió con un halo nacionalista. En el siglo IX a.C., los reyes Ifitos de Élide, Cleóstenes de Pisa y Licurgo de Esparta instituyeron lo que se conoce como “tregua olímpica”, que suspendía todo tipo de acciones bélicas entre las ciudades-estado griegas durante la semana de los Juegos. Asimismo establecieron la prohibición de entrar armado a Olimpia, “un lugar sagrado. Que ose penetrar en él con armas será considerado sacrilegio”.

    En una primera etapa solo los varones griegos considerados “hombres libres”, hijos legítimos con plena posesión de todos los derechos civiles, que no hubieran cometido sacrilegios y crímenes.
    Después, por razones políticas, fueron aceptados concursantes de otras naciones, en algún caso por imposición, como sucedió con el emperador romano Nerón.
    Las reglas y códigos de competencia estaban gravadas en tablas de bronce que se encontraban en uno de los templos de Olimpia.
    Los concursantes debían arribar a la ciudad al menos 4 semanas antes del inicio de los Juegos, para someterse a una especie de “concentración” que alternaba entrenamientos con el estudio de las reglas de la competición y un juramento de respeto sobre las decisiones de los jueces y “la lucha leal”.

    En el siglo V, durante la final del torneo de boxeo, un participante llamado Cleómedes mató a su oponente. Aquél fue descalificado por considerarse que había actuado con alevosía y se consagró campeón “post mórtem” a su rival.

    Los vencedores sólo recibían como premio una corona con hojas y ramitas de olivo. No obstante, sus hazañas adquirían tanta importancia entre sus compatriotas de las distintas ciudades, que los campeones obtenían beneficios que poco distaban del actual profesionalismo: exenciones impositivas, pensiones vitalicias, viviendas, alimentos y otros bienes permitían a os héroes disfrutar de una vida distendida y lujosa.

    En primer lugar, no había en el calendario olímpico competencias reservadas para las mujeres. Sólo actuaban en un festival deportivo y artístico en honor a la diosa Hera, que se realizaba en otra época del año. Además, sólo se permitía concurrir a Olimpia como espectadoras a las solteras y a las niñas, y se amenazaba con la muerte a las casadas que se atrevieran a presenciar las distintas pruebas.

    El único caso conocido de violación de estas normas correspondió a Callipatria, una mujer que se disfrazó de hombre para ver a su hijo Pisidoro en la competencia de pugilato. Cuando el joven se impuso en el último combate, Callipatria se olvidó de las duras reglas y, obnubilada por la emoción, se abalanzó sobre Pisidoro para abrazarlo, sin advertir que se le caía un lienzo que le había permitido ocultar su rostro y sus cabellos. Los jueces y espectadores descubrieron el engaño, pero la mujer fue perdonada por ser hija, hermana y madre de campeones.

    Los Juegos de la antigüedad se extendieron hasta el año 394 d.C., cuando fueron abolidos por el emperador romano Teodosio El Grande a pedido de San Ambrosio, obispo de Milán, que los consideraba inmorales y promotores del ateísmo. El decreto no sólo prohibía las competencias sino que establecía la pena de muerte para quienes intentaran reeditarlas.

    Medio siglo más tarde, otro monarca, Teodosio II, ordenó la destrucción de todos los templos de Olimpia. A la brutal disposición romana se sumó una serie de terremotos que terminó por sepultar los restos, que termino por sepultar los restos, que permanecieron ocultos por doce siglos.

    A mediados de siglo XIX, un grupo de arqueólogos europeos descubrió las viejas ruinas y la luz volvió a iluminar la gloria olímpica. Unas décadas más tarde, a un noble francés, Pierre de Fredy, barón de Coubertin, se le ocurrió la loca idea de devolverles la vida y su grandeza a los majestuosos Juegos Olímpicos. Bueno, no tan loca. Ya no estaban los “Teodosios” para hacer cumplir sus absurdos mandatos.

    Muchos monarcas y emperadores de pueblos antiguos decidieron participar en los Juegos para demostrar sus aptitudes en el deporte.
    Filipo II, rey de Macedonia y padre de Alejandro Magno, ganó en carreras de caballo y cuadrigas en el año 356 a.C.
    Otro concursante fue el romano Nerón. Los libros de historia y la película Quo Vadis exponen al emperador como un psicópata vanidoso y asesino. Además de ordenar sanguinarias campañas, liquidar a sus rivales y hasta a su madre, un hermano y a sus 2 primeras esposas (a la segunda, Popea, la liquido de una salvaje patada al estómago que le provocó un aborto y la muerte por desangrado), el déspota impulsó el desarrollo de las artes y mandó a construir numerosos teatros y escuelas. Nerón se creía ascendiente de Apolo y dueño de un talento sin igual para la música y la poesía.
    Sin embargo, los únicos que aplaudían y vivían sus obras e interpretaciones eran los miembros de una ridícula claque que cobraban generosos salarios para halagar los oídos del monarca. En el año 67, el emperador se encaprichó con los Juegos Olímpicos y se propuso a ganar una corona de olivo. A cualquier costo. El tirano se inscribió en la carrera de cuadrigas y sobornó a sus rivales para que, a medida que se extendiera, fueran desertando. Nerón terminó la prueba corriendo solo, y ganó a pesar de haberse caído torpemente en una curva. Los griegos miraron al cielo para cuestionar a sus dioses. Poco les hubiera costado romperle el cuello al dictador.

    Los antropólogos otorgan diferentes genealogías a la tradición de que los atletas olímpicos de la antigüedad compitieran desnudos.
    De hecho, varios investigadores descreen de esta tradición; señalan que hubiera sido imposible para los deportes ecuestres, por ejemplo; a pesar de que la mayoría de las vasijas con motivos olímpicos representan a los deportistas sin ropa alguna. Algunos aseveran que, con la desnudez, se impedía que interviniera las mujeres.
    Otros señalan que brindaba una situación de igualdad social a los participantes. Si bien en un principio todos debían ser griegos y los hombres libres, la competencia sin vestimenta uniformaba a los nobles con plebeyos, a ricos con pobres.

    Otra versión -presumiblemente más cerca de la fábula que de la realidad- sostiene que Orsippus, un corredor de Megara, antigua ciudad griega de la prefectura de Ática, ganó la fama en sus tiempos por correr desnudo en la carrera del estadio de la edición 15, en el año 720 a.C. Según el relato, al velocista se le desprendió el “taparrabo”; o especie de pantaloncillo que utilizaba; en medio de la prueba y, en una rápida maniobra, se lo quitó y continuó “como Dios lo trajo al mundo”. Su victoria, se dice, marcó un ejemplo a seguir que pronto se convirtió en tradición.

    Leónidas de Rodas fue probablemente el más grande atleta de la antigüedad. Los registros hallados por los arqueólogos le otorgan 12 victorias en 4 ediciones consecutivas de los juegos, tanto en carreras de velocidad como de fondo. Se impuso en las pruebas de estadio, diaulos y dólicos entre los años 164 y 152 a.C.

    El luchador Milon de Crotona (ciudad situada en el taco de la bota itálica) ganó el título en el 540 a.C. y lo defendió con éxito 4 veces seguidas hasta perder en la final del año 512 con su compatriota Timasitheos. El secreto de su fortaleza -aseguran los textos de entonces- se basaba en comer 9 kilos de carne y 9 de pan por día, bien regados por 9 litros de vino.

    Otro atleta, Diágoras de Rodas, fue uno de los grandes boxeadores del siglo V a.C., pero además el primero de un árbol genealógico repleto de gloria: Él se impuso en la edición 79 de los Juegos y sus 3 hijos y 2 de sus nietos también fueron campeones olímpicos. En otra edición, la 83, su primogénito Damagetos venció en pancracio y el segundo, Akousilaos, en boxeo. Al retornar a Rodas, los muchachos ingresaron a la ciudad llevando en hombros a su padre mientras una multitud los recibía enloquecida. Años después, el más pequeño de los hermanos, Dorieus, ganó el pancracio en 3 juegos consecutivos.

    Se asegura que Melankomas de Caria (una ciudad-estado del Asia menor, actual Turquía) ganó la prueba de boxeo de la 207 Olimpíada sin dar un solo golpe. Melankomas; un hombre muy ágil y de una velocidad de movimientos asombrosa, sólo se dedicó a esquivar los golpes de sus oponentes hasta lograr su abandono por agotamiento. Se resistencia física se basaba en un riguroso entrenamiento. Se dice que en una oportunidad mantuvo sus brazos extendidos 2 días completos, sin bajarlos ni descansar un solo segundo.

    Durante la 2da. de las Guerras Medicas, cuando comenzaba el ataque persa a Grecia, un grupo de soldados invasores capturó a 2 guerreros atenienses. Los griegos fueron llevados ante el rey Jerjes, quien los interrogó sobre las características de su ejército y los sistemas defensivos de la ciudad. Cuando les preguntó qué estaban haciendo los atenienses en ese momento, los prisioneros le explicaron que toda la ciudad se preparaba para participar en los Juegos Olímpicos, y a continuación brindaron detalles relacionados con el acontecimiento y sus deferentes competencias deportivas.

    Jerjes quiso saber qué recibía un campeón olímpico.
    “Una rama de olivo”, respondieron los cautivos. El monarca quedó asombrado. “Qué gran error he cometido", razonó. "He venido a luchar con hombres que no pelean por dinero, sino por gloria.” En efecto, Jerjes y su ejército de mercenarios fueron derrotados y expulsados de Grecia por los bravos ejércitos helenos, en especial los atenienses y los espartanos, que unieron sus fuerzas para combatir al enemigo común.

    En el año 338 a.C. se descubrió que un boxeador, Eupolus de Tesalia, había sobornado a 3 rivales para que se dejaran doblegar. El tramposo Eupolus fue castigado con una fuerte multa en dinero, que se utilizó para financiar la erección de 6 estatuas de atletas con inscripciones en tono moral, como “en Olimpia se gana con la velocidad de los pies y la fuerza del cuerpo, nunca con dinero”. Un precepto que debió haber sido tallado también en latín para que lo entendiera el vanidoso Nerón.

    “Alemania había exhumado lo que quedaba de Olimpia. ¿Por qué no iba Francia a conseguir el renacimiento de su esplendor? De ahí al proyecto, menos brillante pero más rápido y fecundo, de restablecer los juegos Olímpicos, no había más que un paso; sobre todo, porque había sonado la hora en que el deporte parecía llamado a representar de nuevo su papel en el mundo”. Así explico el francés Pier de Fredy, barón de Coubertin, simplemente conocido como “Pier de Coubertin”, su entusiasmo para desenterrar de las ruinas de una ciudad griega el esplendor olímpico.

    Con gran habilidad y pragmatismo, en junio de 1894 Coubertin reunió en Paris a representantes de movimientos deportivos de 12 países (Argentina, Bélgica, Austria-Bohemia, EE.UU., Grecia, Gran Bretaña, Hungría, Italia, Nueva Zelanda, Rusia, Suecia y, por supuesto, Francia) para crear el comité Olímpico Internacional (COI) y decretar la 1ra. edición de los Juegos Olímpicos modernos.

    “Su restablecimiento fue decidido por unanimidad. Propusimos inaugurarlos en 1900, pero se prefirió adelantar la fecha. Se decidió la de 1896 y, a propuesta del señor (Demetrius) Bikelas, se designó Atenas como lugar donde los juegos se celebrarían por vez primera”, relató el barón.
    Coubertin demostró contar con una buena muñeca para llevar las riendas del flamante Movimiento Olímpico. Por su historia, los Juegos debían comenzar en Grecia, de modo que propuso que Bikelas fuera también el primer presidente del COI, hasta la finalización de la competencia inaugural. Luego lo sucedería y ocuparía el alto cargo casi treinta años.

    Según Coubertin, los fundadores del flamante COI coincidieron de forma unánime en “colocar los concursos (deportivos) bajo el único patronazgo que pudiera darles una aureola de grandeza y gloria, el de la antigüedad clásica. Hacer esto era restablecer los Juegos Olímpicos. El nombre se imponía y no era posible, además, encontrar otro”.

    El 24 de junio de 1894 se concretó, de esta forma, el viejo anhelo de Coubertin: “La resurrección de una idea de dos mil años de antigüedad, que tanto hoy como entonces conmueve el corazón de los hombres y satisface uno de sus instintos más vitales y, aunque se haya dicho lo contrario, también más nobles. El atletismo saldrá engrandecido y más noble, y la juventud internacional encontrará el amor y la paz y el respeto a la vida”.
     


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