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"Portal a los Hielos Eternos"

Culto

El porteño que traduce al Dalai Lama

 


Gerardo Abboud este porteño, nacido en el barrio de Belgrano, se iniciara como intérprete de la mayor figura temporal y espiritual del pueblo tibetano, el XIV Dalai Lama, cuando éste visitó la Argentina en 1992.

Ngawang Champa: señor de la palabra, que la utiliza con bondad. Literalmente. En tibetano. Ese es el nombre que le puso su lama a Gerardo Abboud en 1972. Veinte años después, ese uso dúctil de las lenguas hizo que este porteño, nacido en el barrio de Belgrano, se iniciara como intérprete de la mayor figura temporal y espiritual del pueblo tibetano, el XIV Dalai Lama, cuando éste visitó la Argentina en 1992.

Pero ¿cómo llega Abboud a hablar con total soltura una lengua que se restringe a una región del sudoeste de China, hasta mediados del siglo XX casi aislada en las alturas del Himalaya?.

Es una historia, sin duda, con palabras raras, por las que hay que ir saltando como por sobre las piedras de un río, deteniéndose cada vez a observar cómo brilla distinto cada una y cuán cerca o lejos está de la siguiente.

Un salto del tibetano al español, otro del término al concepto, del concepto a la historia... El lama que dio el nombre tibetano a Abboud se llamaba Apho Rimpoche.

Apho es un nombre corriente; Rimpoche, en cambio, es un título de nobleza espiritual: "joya humana"; lama es "maestro" dentro del budismo, de la escuela mahayana, tántrica?. Así, término por término, se puede llegar a las reencarnaciones y al abismo. Pero no, es más sencillo; según Gerardo, sólo se trata de comprender la existencia.

Al menos es como se inicia esta historia para él. Nacido en 1945, dentro de una familia de buen pasar de origen sirio, es el tercero de cuatro hermanos, pero el primero varón; dato crucial para una madre árabe. En realidad, aclara, todo empezó con un hueco. "Hueco", lo llama una y otra vez; un vacío que lo acechaba en el preciso momento en que debía pilotear su despegue independiente.

"Me había recibido de ingeniero industrial. Era 1969 y aquí corría la época de Onganía, de la dictadura militar. Había hecho disciplinadamente los seis años de esa carrera, que había elegido sólo porque mi padre era industrial, tenía fábricas. Le fue bien, le fue mal, pero en el momento en que ingresé en la universidad tenía varias fábricas. Sin embargo, en el ínterin, mientras yo estudiaba, mi padre se fue desligando de todo. Para el momento en que terminé la carrera, ya no le quedaba prácticamente ninguna industria, ya casi se retiraba. Y yo quería otra cosa, quería salir del país; trabajar en los Estados Unidos, y viajar."

"Los Estados Unidos" era en realidad San Francisco, el flower power, el pelo largo y la libertad. Beber de ese mundo sin corset, que entonces parecía estar en plena fiesta de inauguración, aunque ya tuviera los días contados.

La excusa, en principio, era hacer una maestría de su especialidad. Pero, en cualquier caso, necesitaba la visa de residencia y el trámite duraba 14 meses. En definitiva, más de un año en Buenos Aires, donde, para salpimentar el ocio, eligió el pasatiempo de trabajar. Y le fue bien. Analista de finanzas, de sistemas, de proyectos, junior, senior..., joven exitoso en la empresa Ford. Y llegó el telegrama. Nada de despido, la visa.

Al día siguiente renunció y se fue.

El primer avión lo tomó con un libro en el bolsillo recomendado por un amigo: Fragmento de una enseñanza desconocida , del escritor ruso Piotr Ouspensky. Un texto famoso entre los jóvenes con disconformidad existencial, que relataba sus experiencias junto al pensador armenio-ruso George Gurdjieff y que circulaba desde los años 50.

"Lo que me dio ese libro era la idea de que había algo interno por descubrir, algo de lo que yo no tenía ni idea. Cuando leí eso me dije, bueno, ahora me explico por qué a mí todo me parece hueco, porque de lo que se trata es de encontrar esta dimensión interna, que es mucho más rica, más normal, más sana."

Y, para colmo, proponía que podía haber "sistemas" y "análisis" que abrían un camino para alcanzarla. Una ingeniería, tal vez, para estructurar los vacíos del alma.

Con esas ideas en un bolsillo, y con la determinación deslumbrada de los 25 años, arrancó una travesía que ya no serían 14 meses de oficina, sino 14 años de recorrido por el mundo exterior e interior a un mismo tiempo.

Mientras sirve un café a la turca en el living de una casa del bajo de Belgrano amoblado con objetos de Oriente -que parece más el resultado de una acumulación normal de los días sucedidos que una intencionada elección decorativa-, Gerardo Abboud repasa satisfecho un mapa mental del planeta con fronteras que ya se han corrido, ciudades espléndidas que han sido humilladas y un eco de estupor ahora casi irrepetible.
 


De Nueva York a Dharamsala

El viaje comenzó con un régimen que puede llamarse de las tres semanas. Tres semanas de asombro, disfrute y esplendor y, a la cuarta semana, empezaba el sinsentido. Primero fueron las cuatro semanas en la Gran Manzana, en el sabroso rebullir del Village de los años 70.

Después las cinco semanas en Londres, libertad, diversión, arte y decepción. Un amigo argentino lo había conectado con Marta Minujín. Y Marta Minujín le había presentado a Kamala Di Tella, la primera mujer de Torcuato Di Tella, siempre vinculada con artistas y músicos, que trabajaba como psicoanalista en Londres. Kamala, cuyo apellido de soltera era Apparao, había nacido en la India, en una familia de pequeños terratenientes.

Entre sus conocidos estaba incluso el Dalai Lama, quien, expulsado de Lhasa, la capital de Tíbet invadido por los chinos, vivía al norte de la India. Kamala fue quien le recomendó un cambio cultural al joven Gerardo, que ya entraba en la cuarta semana londinense, la del desconcierto y la insatisfacción. Andate a la India, le dijo. ¿Cómo? En auto. Comprate un auto. Por esos años todo el mundo iba a la India. Los Beatles habían estado dos años antes, en una visita fotogénica: trajes brillantes, densos collares de crisantemos amarillos y bindis rojos en la frente de gurúes con túnica blanca.

El tránsito era incesante. Iban artistas, salía en los diarios, y bastaba que se juntaran cuatro o cinco jóvenes entusiastas, con tiempo y algunos dólares (o libras), para que se compraran una van destartalada y se largaran por la ruta que pasaba por Europa oriental, lo que entonces era Yugoslavia, Turquía, Afganistán y Paquistán.

"Yo quería algo distinto -todavía se rebela Abboud-, no más Europa. Además era invierno. Estaba harto del frío. Buscaba un cambio cultural radical, así es que decidí ir por el norte de Africa. Me compré un auto en Colonia, Alemania. Un escarabajo Volkswagen que ya tenía cien mil kilómetros y me costó 400 dólares. Me fui hasta Ceuta, en España; crucé a Marruecos, y seguí todo por el norte: Egipto, Líbano, Turquía eso me tomó casi tres meses."

¿Quién dice sencillo?. Semejante trayecto necesita acompañantes. Los acompañantes se conseguían en las carteleras de los pubs y lugares frecuentados por los jóvenes. Y la mayoría se largaba por la ruta europea. Finalmente, apareció una pareja australiana que quería ir por Africa.

"Pero entre la histeria de la chica, que sólo tenía 18 años, y mi neurastenia de los 25 -reconoce el asentado Abboud de hoy- la convivencia se hacía insoportable." De esa batalla lo salvó una guerra, la que había tenido poco antes Egipto con Israel.

Ningún extranjero podía, en esos días, ir por tierra hasta El Cairo a través de la ruta que partía de la ciudad libia de Benghazi. Por lo que había que encontrarle una solución al problema, que llevaría tiempo, y tiempo era lo que no les sobraba a los australianos. Total que ellos partieron en avión y Abboud siguió su aventura con amigos circunstanciales de innumerables nacionalidades.

Un egipcio que lo aconsejó, un irlandés que le presentó a dos palestinos que le llevaron el auto hasta El Cairo. Después de la imperdible visita a Luxor, un tramo más hasta Líbano y allí tres semanas de lujo con familiares en la entonces espléndida y hoy lacerada ciudad de Beirut.

Y de allí a Siria, de donde habían partido sus padres 45 años antes. Todavía arropado por las bendiciones de sus parientes orientales, llegó seguro a Estambul. Allí, por un cartel en el pudding shop (suerte de cafetería en la que ser reunían los jóvenes trashumantes), logró nuevos compañeros de ruta: un camionero inglés que pesaba más de 130 kilos y su silencioso amigo dinamarqués, con los que logró alternar el manejo del impertérrito escarabajo hasta llegar a Delhi.

Y como no hay como viajar para seguir viajando, en Delhi se reencontró con un amigo norteamericano que había conocido en su paso por Afganistán, que no hizo otra cosa que hablarle de Nepal y del budismo tibetano.

"Yo no tenía la menor idea de Tíbet, de la invasión china, y cero en religiones orientales", admite quien meses después estaría haciendo meditación, apartado del mundo, en un rincón del Himalaya.

Nepal, por qué no. Dejándose llevar por la inercia del peregrinaje partió a Katmandú. Y, a los quince días, el amigo americano lo invita a compartir una casa que había alquilado a un campesino de Bodha, barrio cercano a la ciudad, donde se levanta una gran stupa, una construcción tradicional que representa la mente iluminada de Buda.

El lugar ahora está lleno de turistas, pero entonces era muy apartado. "Muy cerca -le dijo- hay un monte donde un lama da enseñanzas en inglés."

Y con un simple "bueno, voy, no tengo nada que perder", comenzó el capítulo central en la vida de Gerardo Abboud. Tal como el embarcarse hacia la Argentina con cincuenta alfombras y un caballo árabe de carrera como buen capital había sido el gesto de inflexión en la vida de Khairallah Abboud, su padre, casi medio siglo atrás.

El inglés del lama se entendía poco y nada, pero había algo atractivo en la situación. "Fui a dos o tres charlas de éstas y ahí conocí a una chica noruega. En la conversación con ella surgió el tema de la meditación. Hasta ese momento -admite Abboud- para mí meditar era pensar en algo, un sinónimo de reflexionar. No, me dice, meditar es no pensar. Eso fue un shock. Era la primera vez que escuchaba que había algún tipo de conocimiento al que se accedía sin pensar. Y yo estaba harto de pensar. Era una máquina de pensar. Estaba atosigado de pensamiento. Me levanté ahí mismo, subí la montaña y le toqué la puerta al lama. Enséñeme a meditar, le dije."

No fue con él sino con otro lama, y en otra ciudad, con quien finalmente Abboud desarrolló las técnicas de meditación. En principio volvió a la India y subió hasta Dharamsala, la ciudad lindante con la frontera del Tíbet donde vive el Dalai, y donde, en la escuela que éste fundó para la enseñanza del idioma y la tradición tibetana, comenzó a estudiar la lengua que después, por otros doce años, seguiría utilizando.

Ese año decidió no volver a Estados Unidos, y perder, sin inquietarse, la radicación por la que había esperado 14 meses. En realidad decidió no volver a la ingeniería, ni a ningún otro lugar o situación que lo apartara de la investigación de lo que acababa de encontrar. La investigación de sí mismo.

Le escribió al padre explicándole su elección. "El reaccionó inmediatamente", se conmueve Gerardo con el mismo respeto cada vez que lo recuerda. "No entiendo lo que hacés, me dijo, pero te tengo confianza; y no te preocupes por la plata, yo te voy a mandar. No era una cuestión de plata, no se necesitaba tanto, con cien, hasta con cincuenta dólares por mes era suficiente para sostenerse mientras se avanzaba en las prácticas. Era una cuestión de principios. Una generosidad no de dinero, sino de decir te quiero, sos mi hijo, hacé lo que quieras, es tu vida, te tengo confianza."

Volvió a Buenos Aires, de visita, tres o cuatro veces, hasta que en 1983, estando acá, y por ayudar en la traducción a un lama que había sido invitado por un grupo de psicoanalistas, conoció a Juana Lóizaga, que participaba en la organización de la conferencia. Y Occidente volvió a ser su casa.

Al menos este occidente porteño, caótico y cosmopolita, distinto del que dejó en 1969. Juana tiene una hija (Gabriela) de un matrimonio anterior y juntos tienen a Sofía, que aprendió a ver el mundo viajando a Oriente y ahora fotografía y expone aquello que ve.

En 1986, con Juana, armaron una pequeña empresa de importación de objetos de la India, con cuyo producto pudieron invitar a la Argentina a dos lamas que Gerardo había conocido en el monasterio de Tashi Jong, cercano a Dharamsala, y que se mostraron bien dispuestos a dejar el Himalaya por algunas semanas para viajar al exótico Buenos Aires.

Con ellos -Drubwang Dorzong Rimpoche y Dugu Choegyal Rimpoche- fundó el centro Dongyuling, donde desde entonces se desarrollan prácticas de meditación y enseñanzas de budismo, en forma gratuita, todos los miércoles y domingos.

Cuando en 1993 el Dalai Lama planeaba una gira por América latina empezaron a llegar embajadores de su oficina de Nueva York para organizarla.

Uno de ellos dio una charla informal sobre cultura tibetana, Abboud fue a hacerle de intérprete, calculando que traduciría del inglés, pero resultó en tibetano.

Al finalizar la conferencia el embajador le pidió que tradujera al Dalai. Había sido una prueba y, sin saberlo, la había superado. Desde entonces ya acompañó en cuatro giras al Dalai Lama como intérprete oficial, y lo hará también en 2011, en la gira que llegará a Buenos Aires en el mes de septiembre. Su secreto no fue solamente conocer bien el idioma, sino comprender el origen de lo que se estaba diciendo.

El más básico de estos conceptos, la primera enseñanza budista de su maestro, la que capturó su atención e hizo que detuviera aquel desordenado peregrinar que lo llevó a la India, no tiene que ver con la religión, dice, sino con la filosofía.

"No entra en juego un creador, ni un Dios que hay que probar si existe o no. Olvida eso. La preocupación es si uno existe, y cómo existe, y cómo existe lo que a uno lo rodea. Es empezar a analizar la ignorancia básica de saber lo que realmente somos, conocer por experiencia directa qué soy, y qué soy en el absoluto."

Cuando habla en los países poderosos del mundo, el Dalai Lama se refiere a las condiciones en que se encuentra su pueblo. A estas alturas -aclara Abboud- ya sólo aspira a una autonomía como la de Hong Kong, con algunas carteras, sobre todo las culturales, en manos de los tibetanos.

En Lhasa, la capital, el 70% de la población ya es de chinos han. En cuanto a la religión, sólo habla de budismo cuando hay grupos específicos que se lo piden; la voluntad de las giras es promocionar los valores humanos fundamentales: paciencia, tolerancia, amor, compasión, empatía.

Fomentar, en suma, una ética laica; porque la mayoría de la gente en el mundo no sigue una religión, aunque pertenezca a una religión. Y porque, dice que dice el Dalai, después de todo, la mejor religión es un buen corazón.  


Crédito:

  • Por Laura Linares. Publicado en el Diario La Nación (20/02/10)
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